El ensayo “ Nuestra América ” , publicado en 1891, representa ―como se sabe y a pesar de su extrema condensación― la meditación martiana más abarcadora hasta ese momento, en la que pueden apreciarse aspectos abordados con reiteración en su obra anterior, afincados, sobre todo, en la experiencia directa, y que reaparecerían de nuevo, una y otra vez, en otros textos concebidos a lo largo del último quinquenio de su vida.
Hay una pregunta fundamental que rige este documento y que el autor coloca metafóricamente en boca de los pueblos de América, los cuales se interpelan los unos a otros: “¿Cómo somos?” 1. Semejante cuestionamiento retórico le permitiría acumular razonamientos para vertebrar un preformativo supuesto básico: el de nuestra existencia, por aquel entonces, como identidades nacionales consolidadas. Nos presentaba, a su manera usual, un deber ser movilizativo como real: “De factores tan descompuestos, jamás en menos tiempo histórico, se han creado naciones tan adelantadas y compactas” 2, aseguraba. Dejaba implícita su fe en que éramos, que formábamos un conjunto de conglomerados indivisos, capaces de protagonizar en junto la urgente resistencia antihegemónica a la cual ya nos exhortaba.
No obstante, Martí no podía ignorar la existencia de nuestros bien diversos componentes —que implican maneras de racionalizar el mundo muy distintas y, por tanto, expectativas de vida desiguales—, encargados de escindir, desde siempre, el interior de las artificialmente instauradas repúblicas nuestramericanas, y que todavía en la actualidad constituyen tema de discusión teórica y de debate en busca de soluciones dentro de la práctica política de avanzada. Máxime cuando, en especial, él enfocara su análisis en aquellos que privilegiara como representación más fidedigna y aglutinadora de lo americano: sus “hombres naturales”, subalternos exactos respecto a la episteme dominante y siempre amenazadora —española colonial o, luego, estadounidense imperialista—, a quienes trata de justificar en calidad de entidades suficientes. Para ello, había venido anotando insistentemente y con toda claridad en su obra aspectos distintivos de cada uno de aquellos pueblos, que llegó a conocer de primera mano, durante sus numerosos viajes por nuestras tierras de Centroamérica, Suramérica y el Caribe, o estudió gracias a textos fundacionales, los viejos cronicones, registros de historiadores, geógrafos, biólogos, narradores de todo tipo… que en mucho debieron demostrarle nuestras plurietnicidad y multiculturalidad características.
Son todos esos “hombres naturales” que Martí categorizaría básicamente en “ Nuestra América ” , los que componen, como totalidad indistinta, el “pueblo elegido” 3 —convocado a la tarea magna de salvar nuestros destinos—, con lo cual retoma una noción bíblica hartamente manipulada: tienen la tarea de defender y preservar nuestra América. No era la primera vez que Martí esbozaba esta idea.
Recordemos su inicial texto de viaje, el de su llegada a México en 1876, en el que afirmara: “ Las tierras de habla española son las que han de salvar en América la libertad, las que han de abrir el continente nuevo a su servicio de albergue.” 4 Y retornemos, entonces, a su invocación final en “ Nuestra América ” , de casi dos décadas después:
“¡[…] ya suena el himno unánime; la generación actual lleva a cuestas, por el camino abonado por los padres sublimes, la América trabajadora; del Bravo a Magallanes, sentado en el lomo del cóndor, regó el Gran Semí, por las naciones románticas del continente y por las islas dolorosas del mar, la semilla de la América nueva!” 5
El discurso moderno había incorporado esta noción justo como centro de los discursos nacionalistas: para levantar la autoestima de determinado grupo humano, formador de nación, para reafirmar determinada identidad cultural y sedimentar sentido de pertenencia en sus miembros —tal cual lo intenta Martí, en específico respecto a los habitantes de aquellos territorios que formaban el universo colonial español en América. Los países Europa colonial en general, antes lo habían hecho, precisamente, con relación a los territorios que habían conquistado. Se auto asumían como el “nosotros” civilizado y suficiente, heredero de una “misión” similar a la tradición bíblica: ser guías de ese “resto” incapaz de la humanidad.
En cualquier caso, se trataba de la aplicación de concepciones etnocéntricas. Sin embargo, hábilmente, Martí en su momento invierte la relación pueblo elegido-pueblo sojuzgado, reinscribiendo la tradición bíblica original: el pueblo elegido para él sería justo el que hasta entonces había sido oprimido e inferiorizado en este hemisferio, esclavizado; el que debe despertar y ocupar su lugar: es decir, el compuesto por “las razas” que han de recobrar espacios y agencia, de los que habían sido despojadas. Nos habla de la “raza india”, de la “raza aborigen”, del “negro suficiente”… en calidad de integrantes del “pueblo natural”.
El indígena es, para él, un hombre natural que espera por ser sacado de su letargo: el “[…] indio desposeído, detenido, dormida toda su fuerza latente y sin empleo”, 6 que tanto lo impresionara por primera vez en México. También lo son los “hombres de color, los negros y los mulatos” caribeños, “aquel rebaño manso que obedecía a la mano interesada del pastor”, 7 que igual ostentan esa fuerza original. Son todos aquellos que viven —o representan la tradición de un vivir— en armonía con sus entornos, generalmente ajenos a aquellos donde operaban los patrones culturales modernos segregacionistas, y en cuyo aislamiento y afincamiento contingente parece hacer residir su autenticidad y fortaleza: son los verdaderos “nuestros”, que Martí había conocido por sí mismo; no los “buenos salvajes” que aparecían inscritos convenientemente en el discurso de la colonialidad entronizada.
“Estos países se salvarán” según Martí, justo “por la armonía serena de la naturaleza” 8 de los hombres que viven en ella, es decir, “los oprimidos”, con quienes “había que hacer causa común” 9 . Entonces nos cuenta, con preocupación, del aislamiento de “ El indio, mudo, [quien] nos daba vueltas alrededor, y se iba al monte, a la cumbre del monte, a bautizar sus hijos”. Y sobre el “negro, oteado, [quien] cantaba en la noche la música de su corazón, solo y desconocido, entre las olas y las fieras”. Con “ Nuestra América ” logra generar un espacio donde la ciudad letrada —el símbolo por excelencia de una racionalidad victoriosa— parece ser sometida a la razón de la naturaleza.
No obstante, otros ejemplos permiten observar que aun de cierta forma percibe como negativo el retraimiento —voluntario o no— de los hombres naturales, en tanto puede encubrir incapacidad de —o desinterés por— articularse a la dinámica del desarrollo socioeconómico deseable para las nacientes repúblicas. Con la referencia a la situación de aislamiento del subalterno como problemática, no puede evitar dar cuenta de nuestra diversidad visceral e irrestricta —y, en consecuencia, contradecir su afirmación sobre la existencia de naciones “compactas”: al mencionar que “nuestra repúblicas dolorosas” se han levantado “entre las masas mudas de indios”, 10 de aquellos graves indios que viera en la distancia al llegar a Caracas y con los que no había logrado dialogar en Guatemala.
Retoma su vieja propuesta —común al pensar de muchos de sus contemporáneos—, entrevista a partir de textos de su estancia mexicana: la urgente renovación —hay que “deshelar la América coagulada”, nos repite. Y es esa América detenida, de los “infelices” que se hallan subsumidos y no se comunican, que carecen de poder de (auto) representación —según la norma epistémica moderna—, 11 la que desea alzar hacia la cultura única y superior de la estratificación logocéntrica. Nos dice en “ Nuestra América ” todavía: el “[…] hombre natural es bueno, y acata y premia la inteligencia superior, mientras esta no se vale de su sumisión para dañarle, o le ofende prescindiendo de él, que es cosa que no perdona” 12 .
La posibilidad de realización como ciudadano del hombre natural a esa altura continúa dependiendo para él, pues, de su interés por civilizarse, lo que significaría, al cabo, renunciar a sus diferencias culturales, a su procedencia étnica original, sus formas de subsistencia tradicionales, olvidar las cosmovisiones propias. Sabemos que ha descrito con regocijo la existencia de sujetos subalternos que traspasan los límites fijados a su grupo —se “deshielan”— y se “educan” —se tornan “cultos”, como Juárez, el indio presidente ante el cual siempre manifiesta admiración. Pretende entenderlos, y en Nuestra América expresa su deseo de atraer a los más reacios hacia su verdad con “el fuego del corazón” 13 . Reconviene, en cambio, a aquellos “[…] nacidos en América, que se avergüenzan, porque llevan el delantal indio, de la madre que los crió, y reniegan, bribones, de la madre enferma, y la dejan sola en el lecho de las enfermedades!” 14 — lo cual, evidentemente, trasluce cierto contrasentido esencial con relación a su conminación para que acepten la ilustración a la manera occidental.
La persistencia determinista, subrepticia, de la idea de una raza aborigen deficitaria —“enferma”—, objeto de degeneración o, cuando menos, detenida en el pasado —“coagulada”— a causa de factores heredados en los que no se ha intervenido adecuadamente a través de la educación, no deprime su fe en que pueda ser “curada”. Sin embargo, en “ Nuestra América ” no hallamos una formulación concreta de cómo vertebrar esa transformación, más allá de la recomendación educativa y afectuosa, y la conminación ética. No encontramos la propuesta de un proyecto de gobernabilidad solucionador del tema, por ejemplo. No obstante, trata de dejarnos esclarecido, como nos señala Pedro Pablo Rodríguez, lo que no desearía para el futuro a que aspira:
“Es obvio que su crítica a las repúblicas criollas del continente indica claramente cómo no debía ser la antillana. Se trataba de que la colonia no continuase viviendo en la república a través de la implantación de modelos políticos y de organización social que perpetuasen el hábito de mando de los opresores. Había que situarse del lado de los oprimidos, de hombre natural (el indio, el negro, el campesino) y cumplir sus ansias de justicia social.” 15
Pero el intento de adoptar la perspectiva del oprimido o tratar de igualarse, no habría de resultar suficiente: no superaría la inevitable colocación desde una razón social / espiritual propia de la comunidad occidental extraña, justamente colonial —y no las de esos distintos grupos que debían expresarse. ¿Qué podría saberse, en puridad, de las ansias de justicia social de aquellos hombres naturales que —como había reconocido abiertamente en otras ocasiones— no se comunicaban con él —que no podían comunicarse a través del discurso “civilizado”?
Su mirada del hombre étnicamente blanco, a pesar de su profunda eticidad y sentido de justicia, se resistía a asumir la esencia heterogénea del universo nuestramericano y, sobre todo, la coexistencia en él de culturas epistemológicamente distintas. Apenas podría registrar al “otro” en sus relaciones, porque su modo de percibir, la racionalidad particular desde donde el sujeto conoce y actúa, no puede cambiarse a voluntad. Es difícil escapar de los límites de una forma de conocimiento nacida al calor de los requerimientos de poder. Cualquier empeño por lograrlo, supuestamente, no habría de llegar más allá de realizar un nuevo tipo de violencia —imposición de patrones ajenos— sobre el “otro”.
Martí, desde luego, no pretende conscientemente el dominio —aunque utiliza sobradamente y de manera voluntaria el instrumental creado para ello, y su labor periodística es muestra evidente de su conciencia del potencial estratégico a su disposición: de su capacidad mediadora de mensajes. Es el saber de la modernidad, per se, el que encierra esa voluntad de poder —y la escritura la posibilidad de “inscribirlo” y de manipularlo. Y el saber y el escribir fueron, sin dudarlo, pasiones principales martianas.
Sin embargo, creemos que su permanente y extremo empeño por aplicar al proceso sentimientos de justicia y benevolencia, es lo que, al cabo, lo llevan a un cierto límite de interpelación no agresiva del sujeto “otro” como objeto de estudio: no por gusto nuestra América en pleno reconoce aún su mensaje como el de uno de sus más amorosos hijos.
Había convertido al hombre natural, indígena, en persistente foco de observación, y sin abandonar el amor como consigna, había crecido su interés por desentrañar asideros a una voluntad de homogeneización defensiva, escueta y terminantemente planteada en “ Nuestra América ” : “[…] el deber urgente de nuestra América es enseñarse como es, una en alma e intento […]”. 16 Debió resultarle entonces bien evidente que en su planteamiento latía una discordancia: la de buscar la supuesta solución a los problemas específicos de los pueblos originarios a través de una lógica que a ellos les debía resultar obligatoriamente extraña —¿podría haber imaginado Martí una gobernabilidad ajena al esquema republicano? ¿Podría significar acaso la opción republicana “acomodarse” a los “elementos naturales” como postulara allí mismo?
El propósito martiano habría de quebrarse ante la multiplicidad del subalterno americano por razón de etnia, que no se había transculturado “naturalmente” al interior de esas repúblicas, cuyos límites escindieron o agruparon arbitrariamente los grupos originarios. La utopizada unión de las diversidades americanas continentales —que implicaban, de hecho, posiciones epistémicas tan diferentes entre sí— bajo una suprarrazón común, obviamente aún desconocedora del derecho a la alteridad, hubo de haber demostrado su improcedencia ante la mirada atenta y sagaz de El Viajero justo.
Nos recuerda Batalla, 17 colocado ante el problema desde una perspectiva más contemporánea, que el reclamo legítimo no ha de ser solo por los derechos a la igualdad humana, sino también por los derechos a la diferencia. Este es un hecho que, lógicamente, Martí debía desconocer en función de fundar un programa político sin fisuras. Tal vez por ello, es que aportaría un decisivo matiz caracterizador: que la unión fuera “de alma”, lo cual aproxima, al fin, su pretensión más a lo ético-emocional, que a lo cultural o gubernamental.
Intuyera o no esta contradicción visceral que anotábamos, el Martí político nunca dejó de insistir en la idea de unificación indistinta: para él jamás dejó de representar la prioridad, en particular al calor de la amenaza del Norte revuelto y brutal. Recordemos, cómo, en 1884, a las puertas casi de su período de madurez, postulaba terminante:
“Pueblo, y no pueblos, decimos de intento, por no parecernos que hay más que uno del Bravo a la Patagonia. Una ha de ser, pues que lo es, América, aun cuando no quisiera serlo; y los hermanos que pelean, juntos al cabo en una colosal nación espiritual, se amarán luego.” 18
Incluso, pasando por encima de la fisuración evidente entre su yo autoral —obviamente representativo de la razón moderna— y el otro virtualmente construido —donde “compacta” nuestra diversidad natural—, Martí se coloca como prueba irrefutable de la existencia real de su deber ser: declara su irrestricta pertenencia a esta identidad preformativamente construida. La distancia autoral —el magister dixit que parecía prevalecer a inicios de “ Nuestra América ” , donde eran los pueblos los que dialogaban entre sí, mientras él observaba y registraba—, subrayado este hecho por el uso de la tercera persona al referirse a los nuestramericanos —“los pueblos”, “los hombres naturales”, “los indios mudos”…—, va desapareciendo a lo largo del texto para dejar paso a una implicación apasionada: “Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra”, “el tronco ha de ser de nuestras repúblicas”, “nuestra América mestiza”…
Lévinas reconoce una opción que se acerca sensiblemente a la martiana: tienen lugar cuando la cercanía que se busca con el “otro” —el subalterno por etnia en este caso— no es estrictamente para conocerlo, sino que interesa establecer una vinculación de tipo ético-emocional; hay un sentir por el “otro”: lo afecta, le importa, y se siente responsable de él, lo cual termina atenuando la inevitable distancia:
“Lévinas rompe con el esquema sujeto-objeto que había sostenido la metafísica de la filosofía occidental, y construye un nuevo esquema: yo-otro, en el que hay una descentralización del yo y de la conciencia en cuanto que yo me debo al otro y es el otro quien constituye mi yo. Se abre así la posibilidad de acceso a una verdadera trascendencia. Trascendencia que significa no el dominio del otro sino el respeto al otro y, donde el punto de partida para pensar no es ya el ser sino el otro.” 19
Poco se ha considerado aún que el peso debió representar en la formación del pensamiento y la acción revolucionaria martianos el sedimento aportado por su filiación masónica: en especial el esencial sentido de la fraternidad universal y la tarea primordial de preparar al hombre para su papel en la sociedad —basamentos fundamentales de la conducta martiana. Precisamente, las regulaciones morales que deben propugnar y representar sus miembros fijan el deber de defender y hasta de conquistar la soberanía del pueblo, la libertad del trabajo, la libertad religiosa y, muy en particular, la libertad de persona y el derecho de reunión e igualdad social, 20 amén del respeto a sí mismo y a la sociedad en la que se asienta, puntos contenidos del artículo primero de la Constitución Masónica. Son cimientos que ayudan a concretar en el cubano muy pronto el respeto por el “otro”, más allá, inclusive, de su comprensión.
Tal vez, a partir de ello, podemos considerar el vislumbre en el discurso martiano de un tipo de racionalidad discursiva capaz de establecer un estatuto lógico apropiado para el diálogo: el intercambio cuidadoso, ajeno a la apropiación. Raúl Fornet-Betancourt aprecia precisamente en “ Nuestra América ” una “[…] crítica al colonialismo como sistema de opresión y de destrucción de la diversidad. […] nace con la liberación de las diferencias culturales […] es, pues, proyecto de realización de la unidad a partir de la irreductible diversidad originaria” 21 . Creemos que así es, en efecto, como Martí lo ve:
“[…] el buen gobernante en América no es el que sabe cómo se gobierna el alemán o el francés, sino el que sabe con qué elementos está hecho su país, y cómo puede ir guiándolos en junto, para llegar, por métodos e instituciones nacidas del país mismo, a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce, y disfrutan todos de la abundancia que la Naturaleza puso para todos en el pueblo que fecundan con su trabajo y defienden con sus vidas. […] El gobierno no es más que el equilibrio de los elementos naturales del país.” 22
Pudiéramos presumir, incluso, que hay una percepción —desde luego, quizá no concientizada cabalmente— de lo que hoy podemos entender como posiciones epistemológicas distintas —racionalidades específicas, maneras de comprender y vivenciar el mundo incompatibles— que en el ensayo pudiéramos vislumbrar a través de sus menciones a la “universidad americana” 23 o la “razón campestre”, 24 las cuales confrontan con la universidad europea. Y en ese momento no nos está hablando de que el hombre americano o el hombre campestre —o sea, el natural, el originario— deba “ascender” hacia estudios establecidos según la norma occidental, sino parece estar refiriéndose a la licitud de una universidad “otra”: de un sistema educativo otro, no propiamente “ilustrado”.
De algún modo comienza a distinguir allí la razón moderna de las que no lo son —y el reconocerlas es un inicio de legitimación—, aunque, desde luego, considera aún posible su coexistencia a partir del buen gobierno que imagina: “[…] la razón de todos en las cosas de todos, y no la razón universitaria de unos sobre la razón campestre de otros” 25 .
Obviamente, sí censura la imposición abusiva de la razón ilustrada —el logos homogeneizador del pensamiento de la modernidad— respecto a la razón natural del “otro” —logos alternativo, de los sistemas de pensamiento de los grupos originarios o sus descendientes. Lo corrobora con su prevención ante la situación dramática del “continente, descoyuntado durante tres siglos por un mando que negaba el derecho del hombre al ejercicio de su razón”, 26 la cual ha sido habitualmente interpretada como defensa a los derechos individuales del hombre dentro de un estatuto liberal. Mas igual pudiera representar una conciencia en ciernes de la necesidad de respeto al ejercicio de logos ajeno y a la agencia de los sujetos que a ellos responden, perfectamente adecuados a las circunstancias de su origen y, por lo tanto, naturales.
Existen suficientes señales de una apreciación de la necesidad de formular códigos vehiculares que permitan establecer relación entre lo diverso, como lo fue su llamado a invertir la polaridad de la dicotomía básica a la modernidad, contenida en el ideologema civilización-barbarie. Tal vez, la evidencia más notable del carácter construido de la racionalidad dominadora moderna fue el afianzamiento de dualismos como este, portadores de interpretación de la desigualdad obviamente jerarquizadora. Cuando Martí resignifica la contraposición, como falsa ilustración-naturaleza, está poniendo en solfa un principio asentado de la episteme moderna y, al mismo tiempo, está tratando, a partir de su posición traslaticia de “intelectual orgánico”, de pasar al otro lado de la valla e inscribir paradigmas presupuestamente antimodernos.
No obstante sus limitaciones inevitables, el nuevo posicionamiento que Martí pretende establecer rompe, al menos relativamente, con la asociación automática progreso-occidentalización, abriendo el camino al encuentro de un desarrollo otro, signado por la especificidad cultural de nuestros pueblos y llamando la atención hacia la polaridad creada falsa ilustración-naturaleza, donde la acepción de “falsa erudición” parece referirse a la ilustración impuesta de tipo occidental en contextos que no responden a esos presupuestos.
El cubano, con una afirmación sorprendente y realmente visionaria, daba ya por cierta la reversión del paradigma de dominación y explotación de la naturaleza, que está en la base del colonialismo y el capitalismo modernos. Cito: “Por eso el libro importado ha sido vencido en América por el hombre natural. Los hombres naturales han vencido a los letrados artificiales. El mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico”. 27 Desvalorizaba, indirectamente, nada menos que un símbolo por excelencia de la civilización moderna —el libro— ¿a favor, entonces, de culturas iletradas posibles, directamente afincada en el intercambio con la naturaleza? ¿No estamos hoy ante un verdadero reconocimiento al “derecho del hombre al ejercicio de su razón” y al triunfo de los hombres naturales con el sin precedentes proyecto boliviano de Evo Morales?
No puedo dejar de leer esta sui generis pieza ensayística más que como resumen apretado de las múltiples líneas de pensamiento que había venido desarrollando en los años inmediatos anteriores y punto de arranque para la continuidad de su propia indagación inconclusa. A la luz de las discrepancias latentes en algunos de sus planteamientos en torno al choque inevitable entre nuestra diversidad congénita y la necesidad de unión estratégica —evidencias de interrogantes irresueltas por el autor—, “ Nuestra América ” debe ser entendido no como un texto canónico y cerrado, establecedor de paradigmas, sino, sobre todo, como un documento-umbral que tuvo la enorme trascendencia de abrir hacia el futuro una polémica visceral para los preteridos nuestramericanos. El aprendizaje de América, su empeño difícil de entonces por una armonización respetuosa de todas nuestras alteridades distintivas, que trataba con su convocatoria de colectivizar, no pudo concluir allí. Muchas de sus preguntas esperan aún por respuestas y, con ellas, por soluciones realmente viables y definitivamente legítimas .