Fuente: Cimac
Estamos a punto de cerrar un año que será recordado como uno de los más violentos en la historia moderna de México.
Pensamos que en 2010 habíamos tocado fondo con la masacre de varios jóvenes estudiantes en Villas de Salvárcar, en Ciudad Juárez, o el hallazgo de 72 cadáveres de migrantes en una fosa clandestina en Tamaulipas.
Se hizo visible y público el vía crucis que experimentan miles de migrantes centroamericanos e incluso mexicanos, en su tránsito por el país para llegar a Estados Unidos. También nos enteramos de la desaparición mediante su disolución en tambos llenos de acido sulfúrico, de por lo menos 300 cuerpos de personas asesinadas.
En 2011 nuevas modalidades de crueldad y deshumanización se han hecho evidentes a través del levantamiento de decenas de personas en varias ciudades del país, y del posterior abandono de sus cuerpos sin vida en céntricas avenidas, o del incendio intencional de un casino en Monterrey, donde perecieron 52 personas.
Los más recientes cálculos del número de muertos por la guerra interna contra el crimen organizado, alcanzan ya una cifra superior a 60 mil.
Soldados, marinos, sicarios, policías y civiles, la mayoría de ellos jóvenes reclutados o forzados por las bandas criminales o contratados por el Estado, han caído en esta absurda lucha que nos está hundiendo en un estado de violencia crónica que nos tomará muchos años remontar.
La pregunta que surge es cómo hemos llegado a tal nivel de deshumanización en el país, a la pérdida del sentido de la dignidad de la persona y lo sagrado de la vida humana.
Ya no es sólo matar sino además torturar, decapitar, descuartizar, quemar, entambar, disolver con ácido. Acorralar a miles de seres inocentes que salen de sus comunidades en busca de mejores oportunidades de ingreso, y que son encerrados para explotarlos y asesinarlos.
Algunos analistas señalan que secuestrar, extorsionar, torturar y asesinar forma parte del negocio de las drogas, y que por lo tanto se paga a quien lo realiza como a cualquier empleado de una empresa. Los que ejecutan esas tareas lo asumen como un trabajo por el que reciben un ingreso.
Varios otros pensamos que existen causas económicas, sociales y culturales, e incluso políticas, que subyacen en los niveles de violencia que hemos alcanzado. Una fundamental tiene que ver con la profunda corrupción e impunidad que corroen el tejido social en el país.
La violación sistemática de la ley que todos cometemos con pequeños actos cotidianos, y que alcanzan niveles de escándalo en las élites económicas y políticas sin que exista sanción alguna, crean un ambiente de permisividad en donde las violaciones se vuelven cada vez más frecuentes y graves.
Así la publicidad que se da a los asesinatos cometidos por la delincuencia organizada, sin que estos sean castigados, ante una evidente incapacidad y corrupción en las instituciones responsables para investigarlos y perseguirlos, genera un contexto que otros actores como los políticos, los caciques locales, los inversionistas y empresas sin escrúpulos, aprovechan para deshacerse de sus enemigos o críticos o de quienes estorban sus negocios.
La muerte o desaparición de periodistas, de defensores de Derechos Humanos o de campesinos y grupos indígenas en defensa de sus territorios, como los casos de Trinidad de la Cruz, de Ostula, Michoacán, y los campesinos ecologistas Marcial y Eva, de Guerrero –el primero asesinado y los segundos desaparecidos desde hace dos semanas–, son resultado de este ambiente de impunidad que domina al país.
También lo son la muerte de los dos estudiantes de la Normal de Ayotzinapa, Guerrero, y la de cuatro estudiantes y el padre de uno de ellos en Guadalajara, enterrados en la sede de la Federación de Estudiantes de Guadalajara.
Estos casos ejemplifican la total trasgresión de los mínimos límites que aún existían en el uso de la desaparición o muerte de personas dispuestas a ejercer, defender y a denunciar la violación de sus derechos, es decir, de aquellos a los que podríamos llamar ciudadanas y ciudadanos activos.
Pésimos augurios cuando los que están cayendo abatidos son aquéllas y aquéllos que se atreven a alzar la voz y a denunciar. Ello frente a los políticos que están iniciando una contienda electoral, y son incapaces de percatarse de que sus peleas por el poder sólo contribuyen a alejar cada vez más la posibilidad de revertir la profundización de la violencia.
Uno se pregunta si vale la pena la enorme y costosa farsa democrática que recién inicia, o deberíamos exigirles a los partidos y a sus candidatos la urgente necesidad de alcanzar un acuerdo nacional para enfrentar la violencia, la corrupción y la impunidad, y recomponer las instituciones de seguridad y justicia como parte de una necesaria e impostergable reforma del Estado.
Por lo pronto 2011 se acaba y nos encontraremos nuevamente hasta enero próximo.
*Analista del Cambio Social y presidenta de INCIDE Social AC.