En otras palabras, en Egipto (y en otros sitios de Medio Oriente) Washington financiaba tanto a los autócratas como a los jóvenes activistas que se les oponían y quienes jugaron un papel crucial en Egipto en el movimiento de la Plaza Tahrir que derrocó al presidente Hosni Mubarak. Como dijo al
New York Times uno de los activistas: “Aunque apreciamos el entrenamiento que recibimos a través de las ONG patrocinadas por el gobierno de EE.UU., y nos ayudaron en nuestras luchas, somos conscientes de que el mismo gobierno también entrenó al servicio de investigación de seguridad del Estado, responsable del acoso y encarcelamiento de muchos de nosotros”.
Mientras tanto, gracias a otros documentos del Departamento de Estado publicados recientemente por
WikiLeaks, sabemos que, por lo menos en un país de Medio Oriente donde Washington no apoyó con entusiasmo al autócrata local –Siria– el Departamento de Estado canalizó cantidades importantes de dinero hacia el “financiamiento secreto de… grupos políticos opositores y proyectos relacionados, incluido un canal de televisión satelital que transmite programación antigubernamental al el país”. Preparaba, en otras palabras, una nueva elite para un futuro “cambio de régimen”.
Es una especie de grotesca ironía que una parte significativa del alto comando militar egipcio haya estado a finales de enero en Virginia del Norte, asistiendo a una reunión anual del Comité de Cooperación Militar Egipto-EE.UU., cuando se armó la grande en la Plaza Tahrir, gracias a esos activistas egipcios, algunos entrenados con dinero de Washington. La creación o apoyo de elites, como escriben Alfred McCoy y Brett Reilly, siempre ha sido crucial en el manejo de los imperios globales. E incluso las elites clientes es uno de los temas a los que pocas veces se dedica mucha atención, a pesar de que Gran Bretaña, por ejemplo, gobernó durante interminables décadas el Raj Indio con eficiencia impresionante, aunque opresora, con una cantidad sorprendentemente pequeña de personal de Inglaterra. ¿De qué otra manera, después de todo, podía seguir existiendo un imperio global? Y sin embargo, a medida que decrece la fuerza y la influencia de la gran potencia, esas apuestas –como la que Washington hizo en Egipto– comienzan a salir mal, desde un punto de vista imperial. Si McCoy, colaborador regular de TomDispatch y autor reciente de
Policing America’s Empire, y Reilly tienen razón, el toque de Washington cuando se trata de mantener en línea a elites locales puede ciertamente haberse embarrancado.
Tom
Washington embarrancado
Un imperio de autócratas, aristócratas y matones uniformados comienza a tambalearse
Alfred W. McCoy y Brett Reilly
En uno de los accidentes afortunados de la historia, la yuxtaposición de dos eventos extraordinarios ha puesto al desnudo la arquitectura del poder global de EE.UU. En noviembre pasado,
WikiLeaks salpicó retazos de cables de embajadas de EE.UU., cargados de comentarios abusivos sobre dirigentes nacionales de Argentina a Zimbabue, en las primeras planas de periódicos de todo el mundo. Entonces, solo unas pocas semanas más tarde, Medio Oriente hizo erupción en manifestaciones por la democracia contra los dirigentes autocráticos de la región, muchos de ellos estrechos aliados de EE.UU. cuyos puntos vulnerables se habían detallado convenientemente en esos mismos cables diplomáticos.
Repentinamente, se pudieron ver los fundamentos del orden mundial de EE.UU. basados significativamente en dirigentes nacionales que sirven a Washington como leales “elites subordinadas” que son, en realidad, una abigarrada colección de autócratas, aristócratas y matones uniformados. También quedó a la vista la lógica más amplia de decisiones de política exterior estadounidense durante el último medio siglo que de otra manera era inexplicable.
¿Por qué la CIA iba a arriesgarse a controversias en 1956, en el clímax de la Guerra Fría, derrocando a un líder tan aceptado como Sukarno en Indonesia o alentando el asesinato del autócrata católico Ngo Dinh Diem en Saigón en 1963? La respuesta -gracias a
WikiLeaks y a la “primavera árabes” queda ahora mucho más clara– es que ambos eran subordinados elegidos por Washington hasta que el uno y el otro se convirtieron en insubordinados y descartables.
¿Por qué, medio siglo después, traicionó Washington sus supuestos principios democráticos respaldando al presidente egipcio Hosni Mubarak contra millones de manifestantes y luego, cuando flaqueó, utilizó su influencia para reemplazarlo, por lo menos inicialmente, por su jefe de inteligencia Omar Suleiman, un sujeto bien conocido por dirigir las cámaras de tortura de El Cairo (y prestárselas a Washington)? De nuevo, la respuesta es: porque ambos fueron subordinados fiables que habían servido durante mucho tiempo los intereses de Washington en ese crucial Estado árabe.
En todo Gran Medio Oriente, desde Túnez y Egipto a Bahréin y Yemen, las protestas democráticas amenazan con barrer a elites subordinadas cruciales para el despliegue del poder estadounidense. Por supuesto todos los imperios modernos se han basado en testaferros fiables para convertir su poder global en control local –y para la mayoría, en cuanto esas elites comenzaban a agitarse, a ser impertinentes y fijar sus propias intenciones, llegó también el momento en el que quedó claro que el colapso imperial era una de las posibilidades.
Si las “revoluciones de terciopelo” que se extendieron por la Europa Oriental de 1989 dieron el toque de despedida al imperio soviético, las “revoluciones de jazmín” que se propagan por Medio Oriente podrían marcar el principio del fin del poder global estadounidense.
Los militares son puestos a cargo
Para comprender la importancia de las elites locales, hay que volver a los primeros días de la Guerra Fría cuando una Casa Blanca desesperada buscaba algo, cualquier cosa, que pudiera detener la propagación aparentemente imparable de lo que Washington veía como un sentimiento antiestadounidense y pro comunista. En diciembre de 1954, el Consejo Nacional de Seguridad (NSC) se reunió en la Casa Blanca para elaborar una estrategia que pudiera amansar a las poderosas fuerzas nacionalistas de cambio que crecían en el globo.
En toda Asia y África, una media docena de imperios europeos que habían garantizado el orden global durante más de un siglo daban paso a 100 nuevas naciones, muchas –desde el punto de vista de Washington– susceptibles de “subversión comunista”. En Latinoamérica había atisbos de oposición izquierdista a la creciente pobreza urbana y a la carencia de tierras en el campo.
Después de un análisis de las “amenazas” que enfrentaban a EE.UU. en Latinoamérica, el influyente secretario del Tesoro, George Humphrey, informó a sus colegas del NSC que deberían de “dejar de hablar tanto de democracia” y “apoyar dictaduras derechistas si sus políticas eran pro estadounidenses”. En ese momento, en un destello de visión estratégica, Dwight Eisenhower interrumpió para señalar que lo que Humphrey estaba diciendo, era en realidad: “Está bien si son nuestros hijueputas”.
Fue una ocasión memorable, porque el presidente de EE.UU. acababa de articular con total claridad el sistema de dominación global que Washington implementaría durante los 50 años siguientes, dejando de lado los principios democráticos a favor de una dura
realpolitik de respaldo a cualquier dirigente fiable dispuesto a apoyar a EE.UU. construyendo así una red mundial de dirigentes nacionales (y a menudo nacionalistas) que pusieran, en un santiamén, las necesidades de Washington por encima de las de sus países.
Durante toda la Guerra Fría, EE.UU. favoreció a autócratas militares en Latinoamérica, aristócratas en todo Medio Oriente y una mezcla de demócratas y dictadores en Asia. En 1958 los golpes militares en Tailandia e Iraq concentraron repentinamente la atención en los militares del Tercer Mundo como fuerzas que había que considerar. Entonces el gobierno de Eisenhower decidió llevar a dirigentes militares extranjeros a EE.UU. para darles más “capacitación” con el fin de facilitar “‘el manejo’ de las fuerzas de cambio liberadas por el desarrollo” de esas naciones emergentes. Desde entonces, Washington canalizó ayuda militar hacia el cultivo de las fuerzas armadas de aliados y potenciales aliados en todo el mundo, mientras utilizaba “misiones de entrenamiento” para crear vínculos cruciales entre los militares de EE.UU. y los cuerpos de oficiales de un país tras otro, -o, donde las elites subordinadas no parecían serlo suficientemente, para ayudar a identificar dirigentes alternativos.
Cuando los presidentes civiles se insubordinaban entraba en acción la CIA promoviendo golpes que llevaron al poder a sucesores militares confiables –reemplazando al primer ministro iraní Mohamad Mossadeq, quien trató de nacionalizar el petróleo de su país, por el general Fazlollah Zahedi (y luego el joven Shah) en 1953; al presidente Sukarno por el general Suharto en Indonesia durante la década siguiente; y, claro está, al presidente Salvador Allende por el general Pinochet en Chile en 1973, por nombrar solo tres de los casos correspondientes.
En los primeros años del Siglo XXI, la confianza de Washington en los militares de sus Estados clientes no dejó de aumentar. EE.UU., por ejemplo, prodigó 1.300 millones de dólares de ayuda al año a los militares de Egipto, pero invirtió solo 250 millones de dólares al año en el desarrollo económico del país. Como resultado, cuando los manifestaciones estremecieron al régimen en El Cairo en enero pasado, como informó el
New York Times, dio su resultado la inversión de treinta años cuando los generales estadounidenses… y agentes de inteligencia llamaron sin bombo ni platillos… a los amigos con los que se habían entrenado”, incitando exitosamente a que el ejército apoyara una “transición pacífica” hacia, claro está, un régimen militar.
En otros sitios de Medio Oriente, Washington ha seguido, desde los años cincuenta, la preferencia imperial británica por aristócratas árabes privilegiando a aliados que incluyeron al shah (Irán), sultanes ( Abu Dabi, Omán), emires (Bahréin, Kuwait, Qatar, Dubai), y reyes (Arabia Saudí, Jordania, Marruecos). Por toda esa vasta y volátil región desde Marruecos a Irán, Washington cortejó a esos regímenes monárquicos con alianzas militares, sistemas de armas estadounidenses, apoyo de la CIA a la seguridad local, un refugio seguro estadounidense para su capital y favores especiales para sus elites, incluido el acceso a instituciones educativas en EE.UU. o escuelas en el exterior del Departamento de Defensa para sus hijos.
En 2005, la secretaria de Estado Condoleezza Rice resumió este historial como sigue: “Durante 60 años, EE.UU. buscó la estabilidad a costa de la democracia… en Medio Oriente, y no logramos ni lo uno ni lo otro.”
Cómo solía funcionar
EE.UU. no es de ninguna manera el primer poder hegemónico que basó su poder global en la telaraña de vínculos personales con dirigentes locales. En los Siglos XVIII y XIX, Gran Bretaña pudo imperar sobre las olas (como EE.UU. después dominó los cielos), pero cuando llegó a tierra necesitó aliados locales, como por ejemplo imperios del pasado, que pudieran servir de intermediarios en el control de sociedades complejas y volátiles. De otra manera, ¿cómo podría una pequeña nación insular de solo 40 millones con un ejército de solo 99.000 hombres gobernar un imperio global de unos 400 millones, casi un cuarto de toda la humanidad?
Desde 1850 a 1950, Gran Bretaña controló sus colonias mediante una serie extraordinaria de aliados locales –desde los jefes de las islas Fiji a los sultanes malayos, maharajás indios y emires africanos. Simultáneamente, mediante elites subordinadas, Gran Bretaña reinó sobre un “imperio informal” que incluía emperadores (de Pekín a Estambul), reyes (de Bangkok a El Cairo) y presidentes (de Buenos Aires a Caracas). En su clímax en 1880, el imperio informal de Gran Bretaña en Latinoamérica, Medio Oriente y China era mayor en población que sus posesiones coloniales formales en India y África. Todo su imperio global, que cubría casi la mitad de la humanidad, se basó en esos finos vínculos de cooperación con elites locales leales.
Después de cuatro siglos de incesante expansión imperial, sin embargo, los cinco principales imperios europeos en ultramar fueron repentinamente borrados del globo en un cuarto de siglo de descolonización. Entre 1947 y 1974 los imperios belga, británico, holandés, francés y portugués desaparecieron rápidamente de Asia y África, cediendo el paso a cien nuevas naciones, más de la mitad de los actuales Estados soberanos. Al buscar una explicación de este repentino y arrollador cambio, la mayoría de los eruditos están de acuerdo con el historiador imperial británico Ronald Robinson, quien genialmente argumentó que “cuando a los gobernantes coloniales se les acabaron los colaboracionistas indígenas”, su poder comenzó a palidecer.
Durante la Guerra Fría, que coincidió con esta era de rápida descolonización, las dos superpotencias del mundo volvieron a los mismos métodos utilizando regularmente sus agencias de espionaje para manipular a los dirigentes de los Estados recientemente independizados. El KGB de la Unión Soviética y sus sustitutos como el Stasi de Alemania Oriental y Securitate en Rumania impusieron la conformidad política en los 14 Estados satélites soviéticos en Europa Oriental y desafiaron a EE.UU. en la busca de aliados leales en el Tercer Mundo. Simultáneamente, la CIA controló las lealtades de presidentes, autócratas y dictadores en cuatro continentes, utilizando golpes, sobornos y penetración clandestina para controlar y, cuando fue necesario, eliminar a dirigentes fastidiosos.
En una era de sentimiento nacionalista, sin embargo, la lealtad de las elites locales resultó ser un asunto complejo. Muchas eran impulsadas por lealtades conflictivas y a menudo profundos sentimientos de nacionalismo, lo que significaba que había que controlarlas muy de cerca. Tan críticas eran esas elites subordinadas, y tan problemáticas eran sus repetidas insubordinaciones, que la CIA lanzó repetidamente arriesgadas operaciones clandestinas para controlarlas, provocando algunas de las grandes crisis de la Guerra Fría.
Ante el aumento de su sistema de control global en una era de independencia posterior a la Segunda Guerra Mundial, Washington no pudo seguir trabajando simplemente con testaferros o marionetas, sino con aliados que –aunque desde posiciones más débiles– todavía trataban de maximizar lo que consideraban los intereses de sus naciones (así como los suyos propios). Incluso en la cima del poder global estadounidense en los años cincuenta, cuando su dominación era casi indiscutible, Washington se vio obligado a duras negociaciones con Raymond Magsaysay en las Filipinas, el autócrata sudcoreano Syngman Rhee y Ngo Dinh Diem de Vietnam del Sur.
En Corea del Sur durante los años sesenta, por ejemplo, el general Park Chung Hee, entonces presidente, negoció despliegues de tropas a Vietnam por miles de millones de dólares de EE.UU. para el desarrollo, que ayudaron a activar el “milagro” económico del país. Al hacerlo, Washington pagó la cuenta, pero consiguió lo que más quería: 50.000 de esos duros soldados coreanos como ayudantes pagados para su impopular guerra de Vietnam.
El mundo después de la Guerra Fría
Después de que cayó el Muro de Berlín en 1989, al terminar la Guerra Fría Moscú perdió rápidamente sus Estados satélites de Estonia a Azerbaiyán, cuando los sustitutos soviéticos, otrora leales, fueron derrocados o abandonaron el barco a la deriva del imperio. Para Washington, el “vencedor” y pronto la “única superpotencia” del planeta Tierra, el mismo proceso comenzaría pronto, pero a un ritmo mucho más lento.
Durante las dos décadas siguientes, la globalización promovió un sistema multipolar de potencias ascendientes en Pekín, Nueva Delhi, Moscú, Ankara y Brasilia, incluso mientras un sistema desnacionalizado de poder corporativo reducía la dependencia de las economías en desarrollo de algún Estado en especial, por imperial que fuera. Con la decadencia de su capacidad de controlar a las elites, Washington ha enfrentado la competencia ideológica del fundamentalismo islámico, de los regímenes reguladores europeos, del capitalismo de Estado chino y de la creciente marea de nacionalismo económico en Latinoamérica.
A medida que el poder y la influencia de EE.UU. disminuían, los intentos de Washington de controlar a sus elites comenzaron a fallar, a menudo de manera espectacular –incluyendo sus esfuerzos por derrocar a su pesadilla, Hugo Chávez de Venezuela, en un golpe chapucero en 2002, de separar a su aliado Mijeil Saakashvili de Georgia de la órbita rusa en 2008, y de deponer a su némesis Mahmud Ahmadineyad en las elecciones iraníes de 2009. Donde otrora bastaba un golpe de la CIA o dinero clandestino para derrotar a un antagonista, el gobierno de Bush necesitó una invasión masiva para derrocar a un solo dictador engorroso, Sadam Hussein. Incluso entonces vio que sus planes para cambios subsiguientes de régimen en Siria e Irán se bloquearon cuando esos Estados ayudaron, en su lugar, a una devastadora insurgencia contra las fuerzas de EE.UU. dentro de Iraq.
De la misma manera, a pesar de inyecciones de miles de millones de dólares de ayuda extranjera, a Washington le ha resultado casi imposible controlar al presidente afgano que instaló en el poder, Hamid Karzai, quien resumió memorablemente ante los enviados estadounidenses su díscola relación con Washington como sigue: “Si buscáis un títere, y lo llamáis socio, no. Si buscáis un socio, sí.”
Entonces, a finales de 2010,
WikiLeaks comenzó a distribuir esos miles de cables diplomáticos estadounidenses que ofrecen visiones no censuradas del control debilitado de Washington sobre el sistema de poder por medio de sustitutos que construyó durante 50 años. Al leer esos documentos, el periodista israelí Aluf Benn de
Haaretz pudo ver “la caída del imperio estadounidense, la decadencia de una superpotencia que gobernó el mundo a fuerza de su supremacía militar y económica”. “Los embajadores estadounidenses”, agregó “…ya no son recibidos en las capitales del mundo como ‘altos comisionados’… [son] burócratas cansados [quienes] pasan sus días escuchando aburridos las conversaciones de sus anfitriones, sin recordarles quién es la superpotencia y quién es el Estado cliente”.
Por cierto, lo que muestran los documentos de
WikiLeaks es un Departamento de Estado con dificultades para manejar por todos los medios posibles un sistema global desafiante de elites cada vez más insubordinadas –a través de intrigas para reunir información e inteligencia necesaria, actos amistosos con el propósito de comprar conformidad, amenazas para forzar a cooperar y miles de millones de dólares de ayuda malgastados para comprar influencia. A principios de 2009, por ejemplo, el Departamento de Estado instruyó a sus embajadas de todo el mundo para que jugaran a ser policía imperial recolectando datos exhaustivos sobre dirigentes locales, incluyendo “direcciones de correo electrónico, números de teléfono y fax, huellas digitales, imágenes faciales, ADN, y escaneado de ojos”. Mostrando su necesidad, como cualquier gobernador colonial, de información incriminatoria sobre la gente del lugar, el Departamento de Estado también presionó a su embajada en Bahréin por medio de sórdidos detalles, dañinos en una sociedad islámica, sobre los príncipes herederos del reino, y preguntó: “¿Hay alguna información derogatoria sobre alguno de los príncipes? ¿Bebe alcohol alguno de los príncipes? ¿Consumen drogas algunos de ellos?”
Con la arrogancia de enviados de los últimos días del imperio, los diplomáticos estadounidenses parecieron buscar poder para dominar, desdeñando “la postura neo-otomana de los turcos en Medio Oriente y los Balcanes”, o conociendo las debilidades de sus elites subordinadas, por ejemplo la “voluptuosa rubia” enfermera del coronel Muamar Gadafi, el morboso miedo a los golpes militares del presidente paquistaní Asif Ali Zardari o los 52 millones de dólares de fondos robados del vicepresidente afgano Ahmad Zia Masud.
A medida que su influencia disminuye, sin embargo, Washington descubre que muchos de sus aliados locales elegidos son cada vez más insubordinados o irrelevantes, en especial en el estratégico Medio Oriente. A mediados de 2009, por ejemplo, el embajador de EE.UU. en Túnez informó de que “el presidente Ben Ali… y su régimen han perdido contacto con el pueblo tunecino”, y se basa “en la policía para mantener el control”, mientras “aumenta la corrupción en su círculo íntimo” y “aumentan los riesgos para la estabilidad del régimen a largo plazo”. A pesar de ello, el enviado estadounidense solo pudo recomendar que Washington “reduzca la crítica pública” y en su lugar se base sólo en “la franqueza privada a alto nivel” –una política que no produjo ninguna reforma antes de que las manifestaciones derrocaran al régimen solo 18 meses después.
De la misma manera, a finales de 2008, el embajador estadounidense en El Cairo temía que “la democracia egipcia y los esfuerzos por los derechos humanos… están siendo sofocados”. Sin embargo, como admitió la embajada, “no quisiéramos ver la posibilidad de que haya complicaciones para los intereses regionales de EE.UU. si el lazo entre EE.UU. y Egipto se debilitara seriamente”. Cuando Mubarak visitó Washington unos meses después, la embajada instó a la Casa Blanca “a restaurar el ambiente cálido que ha caracterizado tradicionalmente la cooperación entre EE.UU. y Egipto”. Y así, en junio de 2009, solo 18 meses antes de la caída del presidente egipcio, el presidente Obama saludó a ese dictador útil como “un aliado incondicional… una fuerza de la estabilidad y el bien en la región”.
Mientras se desarrollaba la crisis en la Plaza Tahrir en El Cairo, el respetado líder opositor Mohamed El-Baradei se quejó amargamente de que Washington estaba empujando a “todo el mundo árabe hacia la radicalización con su política inepta de apoyo a la presión”. Después de 40 años de dominación estadounidense, el Medio Oriente era, dijo, “una colección de Estados fallidos que no agregan nada a la humanidad o a la ciencia” porque “no se ha enseñado a la gente a pensar o actuar y se le dio deliberadamente una educación inferior”.
A falta de una guerra global capaz de barrer simplemente un imperio, la decadencia de una gran potencia frecuentemente es un asunto espasmódico, doloroso, prolongado. Aparte del deterioro de las dos guerras estadounidenses en Iraq y Afganistán hacia algo que no está tan lejos de una derrota, la capital de la nación se retuerce ahora en la crisis fiscal, la moneda de la nación pierde su solvencia y los antiguos aliados forjan lazos económicos e incluso militares con el rival chino. A todo esto tenemos que agregar ahora la posible pérdida de testaferros leales en todo Medio Oriente.
Durante más de 50 años, a Washington le ha ido bien con un sistema de poder global basado en elites subordinadas. Ese sistema facilitó otrora la extensión de la influencia estadounidense a todo el mundo con una eficiencia sorprendente y (hablando relativamente) economías de fuerza. Ahora, sin embargo, esos leales aliados se parecen cada vez más a un imperio de Estados fallidos o insubordinados. Que no quepa duda: es probable que la degradación o el fin de medio siglo de semejantes lazos haga embarrancar a Washington.
Alfred W. McCoy es profesor de historia en la Universidad de Wisconsin-Madison, colaborador regular de TomDispatch y autor de Policing America’s Empire: The United States, the Philippines, and the Rise of the Surveillance State. También convocó al proyecto “Imperios en transición”, un grupo de trabajo global de 140 historiadores de universidades en cuatro continentes. Los resultados de sus primeras reuniones fueron publicados como Colonial Crucible: Empire in the Making of the Modern American State, y los resultados de su última conferencia, en Barcelona, en junio pasado, aparecerán el próximo año como Endless Empires: Spain’s Retreat, Europe’s Eclipse, and America’s Decline.
Brett Reilly es estudiante de posgrado de historia en la Universidad Wisconsin-Madison, donde estudia política exterior de EE.UU. en Asia.
Copyright 2011 Alfred W. McCoy and Brett Reilly
Fuente: http://www.tomdispatch.com/blog/175383/