Nadie en su sano juicio desaprobará la labor del Tribunal Internacional de la ONU en su papel de juzgar a los cuatro ancianos responsables del genocidio y los crímenes de lesa humanidad perpetrados entre los años 1975 y 1979, pero la encomiable tarea del alto tribunal no exime a ese organismo de su responsabilidad para con la situación de la Camboya actual, esa de la que no se habla en telediarios ni tertulias ni merece un solo párrafo en los principales periódicos.
Pocos recordarán la encarnizada oposición que los dos grandes bloques con intereses en la región mantuvieron frente a la ocupación vietnamita de Camboya (invasión que puso fin al régimen de los jemeres Rojos). China, por sus afinidades con el régimen maoísta de los Jemeres, y Estados Unidos en su antagonismo con el comunismo pro-soviético vietnamita, consiguieron que las Naciones Unidas reconocieran a los jemeres rojos como gobernantes legítimos del país, situación que afortunadamente y por mor de la cordura se revirtió.
Tampoco es bien sabido que el actual primer ministro, Hun Sen, perteneció a los jemeres rojos y que poco antes de la caída del régimen desertó y se alineó con la facción vietnamita siendo nombrado ministro de Asuntos Exteriores de la proclamada República Popular de Kampuchea. Desde entonces ha ostentado sucesivamente el cargo de segundo y primer ministro pese a que sobre él recaigan acusaciones de magnitud como la interpuesta por Amnistía Internacional en relación con la ejecución sumaria de los ministros del principal partido de la oposición, la que recoge el informe Global Witness 2009 que lo incrimina en negocios ilegales vinculada a la venta de crudo y minerales, o la implicación en la cesión de tierra a inversores extranjeros en detrimento de la expulsión y desplazamiento de miles de personas de sus hogares.
Con este telón de fondo a nadie debería resultarle extraño el silencio que la población camboyana mantiene en torno al procesamiento de Khieu Samphan, Nuong Chea y el matrimonio Ieng. La barbarie acontecida en aquellos años de atroz delirio es muy reciente y permanece en la memoria de todos; víctimas y verdugos habitan los mismos barrios y las mismas aldeas, y muertos, desaparecidos, torturados y exiliados están aún presentes en el recuerdo colectivo. Camboya ansía la paz y teme repetir la pesadilla. Pero ¿cómo hacer justicia donde los que ejercieron de verdugos, si no sus descendientes, ocupan altos cargos y ostentan bienes y propiedades que por derecho pertenecen a los que hoy se debaten bajo del umbral de la pobreza?
Así las cosas, la Camboya de hoy sigue restañándose las heridas de ayer. El desarrollo socioeconómico que se esperaba obtener con los supuestos esfuerzos de la comunidad internacional no ha dado los frutos esperados. La riqueza se concentra en manos de unos pocos mientras la mayor parte del país continúa subyugada a la pobreza y el subdesarrollo con una tasa de mortalidad infantil declarada como la más alta del sudeste asiático, un modelo educativo deficiente y un precario sistema de salud que, por ende, es inaccesible para un amplio sector de la población.
Muchas de las organizaciones no gubernamentales que desarrollan sus actividades en el país se encuentran maniatadas por los intereses de sus gobiernos. En el caso de las cada vez más numerosas ONGD españolas, es la Agencia Española de Cooperación al Desarrollo quien periódicamente decide las acciones de estas siguiendo estrategias que en los últimos años se han canalizado en el fomento de las capacidades económicas a través de microfinanzas, desarrollo tecnológico o apoyo para la creación de pequeñas empresas, entre otras (Plan director de la AECID 2006-2008). Nada de educación básica, nada de reforzar el sistema de salud local. ¿Es esta la mejor forma de sentar las bases del desarrollo o se trata de preparar el terreno para la inversión de empresas españolas aprovechando los altos réditos que proporciona la mano de obra barata?
En esta etapa de indignación y de descrédito político cabría preguntarse si la justicia que hoy claman los gobiernos del Norte a través de su órgano internacional de representación obedece a la consecución de una reparación moral y social para la población de Camboya o persigue únicamente la estabilización política del país de cara a la obtención de pingües beneficios para sus propias economías.
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