Desde que se aceptó el chantaje de que algunas entidades eran demasiado grandes para quebrar y que la caída de una de las del resto podría provocar una crisis sistémica, los mercados de deuda pasaron a estar en el ojo del huracán y los dictámenes de las agencias calificadoras no sólo valoran la solvencia de los estados para afrontar su deuda sino también su capacidad para asumir el coste de posibles rescates privados futuros. Por esa vía, los mercados de deuda soberana constituyen el ámbito desde el que los acreedores internacionales y nacionales, en connivencia con las agencias, han hurtado la soberanía a los parlamentos, forzándoles a aplicar planes de ajuste orientados a la devaluación interna y a garantizarles sus ingresos mediante recortes del gasto público. El único gasto que no se cuestiona es el destinado al pago del principal y los intereses de la deuda.
Un magnífico ejemplo es la reacción que tuvo Sarkozy ante el rumor de la rebaja de rating a Francia: reunir a parte de su gabinete para instarles a profundizar y acelerar el ajuste del déficit público.
Al mismo tiempo, ese episodio también muestra la esquizofrenia en la que se desenvuelve este capitalismo de casino cuando, ante el anuncio del avance en el ajuste, las bolsas europeas entraron en caída libre. El ajuste que hoy exigen los tenedores de deuda soberana para preservar sus flujos de renta no es sino el fundamento de la recesión y su repercusión sobre los beneficios que temen los tenedores de renta, con el agravante de que, en la mayor parte de casos y dada su presencia en ambos mercados, son los mismos agentes los que reclaman el ajuste y la expansión. Como diría, Astérix, otro galo insigne: ¡estos mercados están locos!
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