Según el último informe de la “Autoridad Nacional para la Protección de los Derechos del Niño”, en Rumanía existen en la actualidad 50.000 menores con uno de sus progenitores en el extranjero y otros 35.000 con ambos padres emigrados. La gran mayoría de estos últimos permanecen al cuidado de parientes más o menos cercanos, pero existen también casos de niños dejados al cuidado de vecinos o incluso conocidos. Diferentes ONG hablan, sin embargo, de que la cifra real puede llegar a los 350.000.
Durante los últimos quince años más de dos millones de rumanos han emigrado fuera de sus fronteras en busca de un futuro mejor para ellos y sus familias. Existen múltiples estudios sobre la influencia económica y social que dicha emigración ha tenido sobre las sociedades receptoras – Italia, España y Alemania fundamentalmente-, así como estadísticas que hablan sobre los efectos positivos en la sociedad rumana (envío de remesas, cambio de mentalidades o disminución del paro), pero se suelen pasar por alto los efectos negativos.
Uno de esos efectos negativos, desconocido e incluso obviado conscientemente por las autoridades, es el de los múltiples casos de depresión y suicidio infantil derivado del sentimiento de abandono que la emigración de los padres provoca sobre estos niños, conocidos periodísticamente como “Huérfanos con parientes”.
El grueso de la emigración rumana procede de las zonas más rurales y atrasadas económicamente de Moldova (Suceava, Bacau, Botosani o Galati), del norte de Transilvania (Maramures) u Oltenia. No es difícil imaginar que se dieran situaciones similares en Andalucía, Galicia o Extremadura en la década de los 60, durante la emigración española a Alemania, Suiza o Francia. Por ello, deberíamos ser más sensibles si cabe con una tragedia que no hace mucho sufrimos en carne propia.
Pero más allá de las frías cifras oficiales, se encuentra el drama personal e individual de cada familia. Su conocimiento provoca una mayor sensibilidad hacia el fenómeno. Esto es lo que impulsó al realizador Ionut Carpatorea a rodar “Solo en casa. Una tragedia rumana”, documental en el que se abordan algunos de los casos más mediatizados de los últimos años.
Dramas como el del niño de 11 años Razvan Suculiuc. Niño estudioso e introvertido, al saber que su madre no iba a volver a Rumanía para celebrar en familia la Pascua planificó su suicidio. Dijo a sus compañeros de clase con absoluta sangre fría que iba a traer a su madre de vuelta en dos días, aunque fuera lo último que hiciera. Al llegar a casa se ahorcó. El padre del pequeño Razvan creyó que era mejor no dar por teléfono tan brutal noticia, por lo que dijo a su mujer Liliana que debía volver inmediatamente a Rumanía porque él había perdido el trabajo y debían reorganizarse urgentemente; al llegar a la estación de autobuses para iniciar el viaje de vuelta, el conductor del autobús le dijo a Liliana si ella era “la madre del niño muerto”.
O como la del adolescente de 15 años Claudiu Popovici, de Botosan. Antes de suicidarse, dejó una nota de despedida en la que explicaba que no encontraba fuerzas suficientes para hacer frente al cuidado de sus dos hermanos menores, de 7 y 11 años.
El número oficial de niños o adolescentes que se han quitado la vida en Rumanía durante los últimos ocho años es de 22 casos. No obstante, en una sociedad tan tradicionalista y con una influencia tan grande de la Iglesia Ortodoxa, el número real es con toda seguridad superior, aunque imposible de conocer con exactitud. La insensibilidad del clero rumano llega al límite de impedir en algunas comunas rurales el entierro del niño en campo santo, por ser éste un suicida. Siguen anclados en posturas intransigentes propias del mismísimo Agustín de Hipona, quien consideraba el suicidio algo pecaminoso e imperdonable. El suicidio infantil y juvenil es, por tanto, un tabú que se camufla baja la apariencia de accidente.
Los casos de suicidios comienzan a ser cada vez más mediatizados, por lo que en la actualidad hay una iniciativa gubernamental en trámite para que los padres que piensen dejar a sus hijos al cuidado de otras personas mientras trabajan en el extranjero deban suscribir un contrato especial con el Estado para el cuidado de sus hijos, a través del cuál los padres aceptarían la monitorización periódica de sus hijos por las instituciones estatales.
Siendo el caso de los niños suicidas el más llamativo mediáticamente, no es el único. Cuando los padres deciden emigrar, se produce también una ruptura de las relaciones paterno-filiales que, cuando el tiempo es muy prolongado, puede llegar a un punto de no retorno.
Éste es el caso de Andreea Chisliciuc, madre de una niña que en la actualidad tiene 14 años. No se lo pensó dos veces y decidió aceptar una oferta de trabajo en el campo onubense, con el propósito de ahorrar algo de dinero y volver a Bucarest. Volteando tristemente los ojos en derredor explica cómo “la partida en la estación de autobuses fue algo inenarrable, no hay palabras suficientemente precisas para expresar el dolor que sentí, es como si dejara una parte de mí aquí”. Tal vez la expresión de César Vallejo dolor en los cojones del alma le sirviera, aunque fuera remotamente. A continuación, durante meses, “el teléfono se convirtió en el objeto más importante para la familia, pues no pasaba día en el que no llamara varias veces para ver qué hacía, aunque sólo fuera con la intención de escuchar su voz unos segundos”.
Con el paso de los años, pese a la visita anual de Navidad o Pascua “pues no podía materialmente sufragarme más viajes, teniendo en cuenta los ahorros y los envíos realizados a la familia”, la relación con su hija perdió la intensidad que siempre había tenido. Nadie elige las cosas que ama ni la intensidad con la que lo hace, y uno de los efectos de una prolongada ausencia es que los niños llegan a perder parte del lazo emocional que los une con sus padres emigrados. Otra comparación histórica con España: una situación similar vivieron “los niños de la guerra” que en 1957-58 decidieron volver a España. En muchos casos, estos niños veinteañeros no pudieron adaptarse a sus familias biológicas, a un tipo de vida que difería radicalmente del que ellos habían desarrollado en la URSS.
Andrea Chisliciuc termina por afirmar que “pese a todos los progresos económicos, sabiendo lo que ahora sé y por lo que tuve que pasar, dudo de que volviera a tomar la misma decisión. Es absurdo luchar por conseguir algo positivo para la familia y que, para lograrlo, debas sacrificar gran parte de la propia familia”.
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