Política y energía: lo que apesta en Washington
Fue uno de esos incómodos momentos en los que te das cuenta de pronto de que estás en el sitio equivocado, que eres un palurdo de un lugar perdido en una ciudad sofisticada cuyas costumbres no acabas de entender.
Politico [conocida revista digital norteamericana] patrocinó la semana pasada un simposio de "Análisis del año en Washington" y me invitó a formar parte de los ponentes sobre energía. Así que aunque apenas había pasado tres semanas en Washington este año (y las noches más memorables transcurrieron en su pabellón central de prisión por protestar ante la Casa Blanca para bloquear el oleoducto Keystone XL), me encontré viajando hasta Vermont para compartir escenario con dos miembros de la Cámara de Representantes: Ed Markey (demócrata por Massachusetts) y Lee Terry (republicano por Nebraska).
Estaba un poco nervioso, pues Terry había presentado recientemente un proyecto de ley para forzar una rápida aprobación del oleoducto que invalidara al presidente. Pero hablamos por extenso bastante amablemente, mientras le explicaba en qué estaban equivocadas las cifras de puestos de trabajo que no dejaba de repetir. Markey señaló que el petróleo de las arenas alquitranadas canadienses que se transportaría a lo largo del oleoducto, lejos de incrementar la seguridad energética de los EE. UU. estaría destinado a venderse en el extranjero. Era todo armonía de la de "avenirse a diferir".
Y entonces, de pasada, dije algo que me pareció tan evidente que ni siquiera se me ocurrió que alguien pudiera ponerle objeciones: que eran claramente los grandes intereses petrolíferos los que querían resucitar el oleoducto y que utilizaban a los congresistas a los que subvencionaban generosamente para que así sucediera.
Noté que, a mi lado, Terry se irritaba. Terció rapidamente con algo por el estilo de ¿está usted diciendo que estamos "comprados"? Y de repente me sentí mal, como si verdaderamente hubiese dicho algo incorrecto. Farfullé, intenté decir que no sabía nada de él en particular, que estaba seguro de que al final sería parte de la solución y demás. Pero el hielo quedó en el aire; pareció genuinamente lastimado por que alguien pudiera pensar que se le presentase alguna clase de conflicto.
¿Es realmente posible que la gente de Washington no comprenda lo que el resto del país — izquierda, derecha y centro — cree respecto a ellos: que aceptan dinero de grandes empresas para sus campañas a cambio de gestionar sus peticiones?
Me fui a casa y busqué el nombre de Terry en la base de datos de la Dirty Energy Money Campaign [Campaña sobre el Dinero de Energías Sucias], elaborada por Oil Change International. Koch Industries le había entregado 15.500 dólares, Exxon Mobil le había concedido 25.500 dólares, la Petroleum Marketers Association le había lanzado otros 12.500...Conoco Phillips, Chevron, BP: en total, desde 1999, había obtenido 365.798 dólares de la industria de combustibles fósiles, y en el último recuento, la página de la base de datos dejaba sentado que se "alineó" con los intereses de las energías sucias en el 100% de las votaciones escogidas".
Lo mismo resulta cierto de todos los demás patrocinadores de la legislación que intenta desbaratar la revisión del Keystone y construirlo rápidamente, y al clima que le den. Entiendo que esta clase de corrupción es bipartidista y también que es enteramente legal, pero entiendo también que todo el mundo, y quiero decir todo el mundo, con que me he encontrado fuera de Washington piensa que huele a podrido. Quiero decir que allí sentado en el estrado me sentía maleducado pero aturdido. ¿Usted cree de verdad que es correcto? ¿Aceptar dinero de gente cuyos intereses tiene luego que juzgar?
No es muy distinto de ir a un partido de fútbol en el que uno de los equipos pagara a los árbitros.
Middlebury College es quien paga mi sueldo. A mi no se me ocurriría, digamos, actuar como juez en un concurso de becas académicas en el que participasen estudiantes de mi universidad. No confiaría en mi mismo a la hora de hacer lo correcto.
Luchar en los últimos meses contra este oleoducto me ha proporcionado una nueva percepción del Distrito de Columbia. Cuando la batalla se libra en campo abierto — cuando la gente oye a los científicos explicar que explotar a gran escala las arenas alquitranadas canadienses equivale a declarar que "en lo esencial no hay más que hacer" en lo referente al clima — tenemos la oportunidad de imponernos. Pero cuando la acción desaparece tras las puertas cerradas del Congreso, el dinero manda.
Esa es una razón por la que deberíamos contar con una financiación pública de las campañas o idear alguna otra forma de sacar al dinero de la política. Todo ese dinero conduce a malas decisiones políticas, impulsadas por intereses corporativos en vez de por el bien público. Pero hay otra razón que me sorprendió en ese estrado. El honor de estos hombres y mujeres está en juego; es injusto pedirles que se mantengan por encima de tentaciones que el resto de nosotros no podríamos vencer. No sólo soy yo, en cierto plano todos le debemos una disculpa a Terry y sus colegas. Al permitir este sistema, les hemos colocado en una situación imposible.
Soy consciente de que Washington considera normal esa imposible situación y mi postura, ingenua. Pero una encuesta de octubre demostraba que sólo el 9% de los norteamericanos daba su aprobación al Congreso (comparado con un 11% en junio que creen que la poligamia es una buena idea, y un inexplicable 16% que daba su aprobación a BP durante el vertido de petróleo de 2010). Es hora de rescatar a la institución, y el sitio evidente por el que empezar son los cambistas de los pasillos.
Bill McKibben es autor de una docena de libros, el último de los cuales aparecerá publicado con el título: Earth: Making a Life on a Tough New Planet (Times Books, abril de 2010). Ejerce como profesor en el Middlebury College, Vermont. Pueden hallarse archivos de audio en los que pone en evidencia a los negacionistas del cambio climático en: tomdispatch.com .
Politico [conocida revista digital norteamericana] patrocinó la semana pasada un simposio de "Análisis del año en Washington" y me invitó a formar parte de los ponentes sobre energía. Así que aunque apenas había pasado tres semanas en Washington este año (y las noches más memorables transcurrieron en su pabellón central de prisión por protestar ante la Casa Blanca para bloquear el oleoducto Keystone XL), me encontré viajando hasta Vermont para compartir escenario con dos miembros de la Cámara de Representantes: Ed Markey (demócrata por Massachusetts) y Lee Terry (republicano por Nebraska).
Estaba un poco nervioso, pues Terry había presentado recientemente un proyecto de ley para forzar una rápida aprobación del oleoducto que invalidara al presidente. Pero hablamos por extenso bastante amablemente, mientras le explicaba en qué estaban equivocadas las cifras de puestos de trabajo que no dejaba de repetir. Markey señaló que el petróleo de las arenas alquitranadas canadienses que se transportaría a lo largo del oleoducto, lejos de incrementar la seguridad energética de los EE. UU. estaría destinado a venderse en el extranjero. Era todo armonía de la de "avenirse a diferir".
Y entonces, de pasada, dije algo que me pareció tan evidente que ni siquiera se me ocurrió que alguien pudiera ponerle objeciones: que eran claramente los grandes intereses petrolíferos los que querían resucitar el oleoducto y que utilizaban a los congresistas a los que subvencionaban generosamente para que así sucediera.
Noté que, a mi lado, Terry se irritaba. Terció rapidamente con algo por el estilo de ¿está usted diciendo que estamos "comprados"? Y de repente me sentí mal, como si verdaderamente hubiese dicho algo incorrecto. Farfullé, intenté decir que no sabía nada de él en particular, que estaba seguro de que al final sería parte de la solución y demás. Pero el hielo quedó en el aire; pareció genuinamente lastimado por que alguien pudiera pensar que se le presentase alguna clase de conflicto.
¿Es realmente posible que la gente de Washington no comprenda lo que el resto del país — izquierda, derecha y centro — cree respecto a ellos: que aceptan dinero de grandes empresas para sus campañas a cambio de gestionar sus peticiones?
Me fui a casa y busqué el nombre de Terry en la base de datos de la Dirty Energy Money Campaign [Campaña sobre el Dinero de Energías Sucias], elaborada por Oil Change International. Koch Industries le había entregado 15.500 dólares, Exxon Mobil le había concedido 25.500 dólares, la Petroleum Marketers Association le había lanzado otros 12.500...Conoco Phillips, Chevron, BP: en total, desde 1999, había obtenido 365.798 dólares de la industria de combustibles fósiles, y en el último recuento, la página de la base de datos dejaba sentado que se "alineó" con los intereses de las energías sucias en el 100% de las votaciones escogidas".
Lo mismo resulta cierto de todos los demás patrocinadores de la legislación que intenta desbaratar la revisión del Keystone y construirlo rápidamente, y al clima que le den. Entiendo que esta clase de corrupción es bipartidista y también que es enteramente legal, pero entiendo también que todo el mundo, y quiero decir todo el mundo, con que me he encontrado fuera de Washington piensa que huele a podrido. Quiero decir que allí sentado en el estrado me sentía maleducado pero aturdido. ¿Usted cree de verdad que es correcto? ¿Aceptar dinero de gente cuyos intereses tiene luego que juzgar?
No es muy distinto de ir a un partido de fútbol en el que uno de los equipos pagara a los árbitros.
Middlebury College es quien paga mi sueldo. A mi no se me ocurriría, digamos, actuar como juez en un concurso de becas académicas en el que participasen estudiantes de mi universidad. No confiaría en mi mismo a la hora de hacer lo correcto.
Luchar en los últimos meses contra este oleoducto me ha proporcionado una nueva percepción del Distrito de Columbia. Cuando la batalla se libra en campo abierto — cuando la gente oye a los científicos explicar que explotar a gran escala las arenas alquitranadas canadienses equivale a declarar que "en lo esencial no hay más que hacer" en lo referente al clima — tenemos la oportunidad de imponernos. Pero cuando la acción desaparece tras las puertas cerradas del Congreso, el dinero manda.
Esa es una razón por la que deberíamos contar con una financiación pública de las campañas o idear alguna otra forma de sacar al dinero de la política. Todo ese dinero conduce a malas decisiones políticas, impulsadas por intereses corporativos en vez de por el bien público. Pero hay otra razón que me sorprendió en ese estrado. El honor de estos hombres y mujeres está en juego; es injusto pedirles que se mantengan por encima de tentaciones que el resto de nosotros no podríamos vencer. No sólo soy yo, en cierto plano todos le debemos una disculpa a Terry y sus colegas. Al permitir este sistema, les hemos colocado en una situación imposible.
Soy consciente de que Washington considera normal esa imposible situación y mi postura, ingenua. Pero una encuesta de octubre demostraba que sólo el 9% de los norteamericanos daba su aprobación al Congreso (comparado con un 11% en junio que creen que la poligamia es una buena idea, y un inexplicable 16% que daba su aprobación a BP durante el vertido de petróleo de 2010). Es hora de rescatar a la institución, y el sitio evidente por el que empezar son los cambistas de los pasillos.
Bill McKibben es autor de una docena de libros, el último de los cuales aparecerá publicado con el título: Earth: Making a Life on a Tough New Planet (Times Books, abril de 2010). Ejerce como profesor en el Middlebury College, Vermont. Pueden hallarse archivos de audio en los que pone en evidencia a los negacionistas del cambio climático en: tomdispatch.com .
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