jueves, 5 de enero de 2012


La madre de todas las crisis

Ciertamente, los Estados Unidos han soportado crisis más agudas que ésta en la cual se encuentra empantanado. Pero pocas veces, si acaso, el país ha enfrentado de forma simultánea problemas tan profundos en tan diversos frentes – económicos, políticos, sociales y morales. La mayoría de estos problemas, sino todos, han sido gestados largamente, pero es solo ahora que estamos sintiendo el embate.

Datos frescos del Buró de Censo nos traen noticias que habrían sido casi impensables en el período de posguerra, de prosperidad sin precedentes, con la creación de la clase media más grande del mundo y la invención del “siglo norteamericano” y la “sociedad del bienestar”. Las nuevas estadísticas nos dicen que casi uno de cada dos norteamericanos vive actualmente en condiciones de bajos ingresos o de clara pobreza. Los más afectados: los niños.

Al lanzar el New Deal a mediados de la Gran Depresión de los años 30´, Franklin Delano Roosevelt lamentaba que un tercio de la nación estaba mal alimentado, mal vestido y mal albergado. Desde entonces, el total de la riqueza nacional ha crecido de manera dramática. ¿Cómo es posible entonces que en el 2011 las frías estadísticas del Buró de Censo muestren un país en el cual la mitad de la población vive en los límites de la pobreza, o inmersa en ella?

Los Estados Unidos son una nación cuyos políticos nunca se cansan de llamar el país más rico del mundo. Es fácil creer en estos alardes reiterados si uno mira la opulencia que se refleja en los anuncios de las páginas de New YorkCigar Aficionado o incluso Men´s Journal. Esos anuncios muestran que los políticos no mienten aunque sus afirmaciones acerca de nuestra incomparable riqueza no reflejen la realidad. Este es en verdad un país rico. Las cifras del PBI están ahí en blanco y negro. Y alguien compra esos relojes de $30 000, esas mansiones de $ 10 millones, y esas camisas de $100 promocionadas en las cromadas revistas. Pero no es el 50 por ciento que está arañando la tierra o siquiera el 49 porciento que se encuentra apenas por encima el que compra esos artículos de clase. ¿Quién es? ¿Quién puede?

Los mandantes de las corporaciones estadounidenses seguramente pueden. Un titular del 11 de diciembre del diario británico The Guardian cuenta la historia: “Revelación: enorme aumento en el sueldo ejecutivo de los altos jefes de Norteamérica”. La noticia que, por razones obvias, no es noticia en los medios informativos controlados por las corporaciones norteamericanas, esta resumida en el párrafo principal:

“El sueldo de los altos ejecutivos ha resurgido tras dos años de estancamiento y declive. Los altos directivos norteamericanos gozaron de aumentos salariales de entre un 27 y un 40% el año pasado, según la mayor encuesta realizada por U.S. CEO pay. El dramático rebote llega justo cuando las más recientes cifras gubernamentales muestran que los sueldos de la mayoría de los norteamericanos no están al nivel de la creciente inflación”.
Los ejecutivos de corporaciones son solo un segmento de ese 1 por ciento capaz de permitirse el lujo de comprar en Tiffany´s o de apostar $10 000 en un capricho. Los dos principales candidatos republicanos a la Casa Blanca, Mitt Romney y Newt Gingrich están en la misma clase, tal como cerca de la mitad de otros 600 000 norteamericanos (en una población de casi 313 millones).

El desastre social y económico implícito en el hecho de que la mitad de la población de un país, que se auto-describe como “el más rico, poderoso y democrático en la historia del mundo”, exista en condiciones de grave inestabilidad económica, no precisa de comentarios.

Pero sí lo reclaman los componentes morales y políticos del asunto. La fe cristiana fue, desde la fundación de esta sociedad, su basamento moral más sobresaliente. No hay que creer en la teología de la liberación para preguntarse cómo las enseñanzas del hombre de Nazareth pueden ser coherentes con un sistema que no sólo permite sino también promueve a través de sus leyes, instituciones y políticas, la coexistencia del lujo para una exigua minoría con la miseria económica de la mitad de la población.

Este enigma es especialmente agudo en lo que respecta al Partido republicano y el movimiento conservador, grupos íntimamente identificados con la fe cristiana mientras que defienden a capa y espada las políticas más anti-cristianas, incluyendo la prédica de las guerras de agresión, el privilegiar a los más ricos, demonizar a los pobres y sus defensores y el emplear, con ligereza, la pena capital.

La cuestión política fundamental es cómo esta situación ha durado tanto en una sociedad supuestamente democrática. Una encuesta realizada en noviembre por la NBC y el Wall Street Journal, citada en un artículo del 5 de diciembre de la revista New York, (una de las honorables excepciones a la charlatanería al uso), encontró que “tres cuartas partes de los votantes concuerdan en que la estructura económica de los Estados Unidos favorece injustamente a los más ricos con respecto a todos los demás, y que el poder de los bancos y corporaciones debe ser restringido”.

Sin embargo, los republicanos en el congreso han combatido con éxito cualquier y toda restricción a las instituciones financieras y corporativas así como los tímidos intentos de reducir la desigualdad económica aumentando los impuestos a los más ricos. Y ambos contendientes republicanos en la liza presidencial creen que la manera de revivir la economía es reducir impuestos, cortar regulaciones y “liberar al capitalismo”. Por ende, la crisis política norteamericana, que los especialistas resumen diciendo que “Washington está quebrado” y “la polarización partidista bloquea cualquier solución”, es real pero requiere un análisis más profundo. ¿Por qué los políticos republicanos, cuyos pagadores se encuentran en muy buena situación, querrían ceder ni un palmo de terreno, especialmente si ello implica mejorar la economía y por consiguiente las perspectivas de reelección del actual presidente?
El discurso histórico norteamericano pone en primer término la libertad, los derechos ciudadanos, la prosperidad y la bienvenida a los inmigrantes en la figura de la Estatua de la Libertad. Hoy, tenemos más presos que cualquier otro país, incluyendo a China con su gigantesca población; el presidente Obama acaba de firmar una ley que autoriza al gobierno a detener de forma indefinida y sin juicio a cualquier ciudadano norteamericano; las deportaciones alcanzan cifras récord; y un estudio reciente de una muestra de países desarrollados revela a los Estados Unidos en el último lugar absoluto en movilidad en la escala social. Tal vez lo más grave de todo es que una buena porción del pueblo norteamericano se encuentra en contradicción con los orígenes, amplitud y profundidad de la multifacética crisis de la nación.
El Movimiento Ocupa Wall Street, que es una respuesta a la totalidad de la podredumbre sistémica y no sólo a los excesos de Wall Street, ofrece el único fulgor de esperanza en este yerto panorama. Queda por ver si los activistas de dicho movimiento resultan ser soldados de un solo verano y patriotas de ocasión o son capaces de resistir y canalizar la convergencia de sus puntos de vista con los del pueblo norteamericano para constituir un movimiento capaz de traer un cambio fundamental a un sistema rico en injusticias y contradicciones.

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