Informe Mundial de la Energía 2012
Lo bueno, lo malo y lo verdaderamente horrible
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Raras veces la
publicación de un informe basado en datos sobre la energía tiende a provocar
titulares en primera página por todo el mundo. Sin embargo, eso es exactamente
lo que sucedió el 12 de noviembre cuando la prestigiosa Agencia Internacional de
la Energía (AIE), con sede en París, dio a conocer la edición de este año de su
World Energy Outlook [“Perspectiva sobre la
energía mundial”]. En el proceso, todo el
mundo perdió de vista la verdadera información, una información que debería
haber hecho sonar las alarmas por todo el planeta.
Al afirmar que los
avances en la tecnología de la perforación estaban consiguiendo
aumentar la producción energética norteamericana, la
World Energy Outlook predecía que EEUU
superaría a Arabia Saudí y a Rusia convirtiéndose en el principal productor de
petróleo del planeta en 2020. “Norteamérica va a la vanguardia de una
transformación radical en la producción de gas y petróleo que afectará a todas
las regiones del mundo”, declaró la Directora Ejecutiva de la AIE, María van der
Hoeven, en un comunicado ampliamente citado.
En EEUU, la predicción
de una inminente supremacía en la lotería de la producción
petrolífera fue recibida en general con un júbilo desvergonzado.
“Este es un cambio notable”, dijo John Larson de IHS, una firma corporativa de
investigación. “Es algo verdaderamente transformador. Cambiará esencialmente las
perspectivas energéticas de este país”. No solo hará que disminuya la
dependencia de la importación de petróleo, indicó, sino que también va a generar
cifras inmensas de nuevos puestos de trabajo. “Esto va de puestos de trabajo. De
puestos de trabajo para obreros. De buenos puestos de
trabajo”.
Los editores del Wall Street Journal
mostraron un
éxtasis parecido. En un editorial con el llamativo título de “América Saudí”,
elogiaban a las empresas estadounidenses de la energía por llevar a cabo una
revolución tecnológica basada en gran medida en la utilización de la fractura
hidráulica (“fracking”) para extraer gas y petróleo de la roca de esquisto. Eso era, afirmaban,
lo que había hecho posible un nuevo boom mega-energético. “Esta es una auténtica
revolución energética”, señalaba el Journal, “incluso aunque estemos lejos de ser el
país de los sueños de la energía renovable de tantos subsidios y mandatos
gubernamentales”.
Michel A. Levi, del Council on Foreign
Relations, aunque mostró estar de acuerdo en que el esperado incremento en la
producción estadounidense es en general una “buena noticia”, advirtió que los
precios del gas no iban a caer de forma significativa, ya que el petróleo es una
materia prima global y esos precios los fijan en gran medida las fuerzas del
mercado internacional. “Puede que ahora EEUU esté un poco más protegido pero eso
no te proporciona la independencia energética que algunas personas aseguran”,
dijo al New York
Times.
Algunos observadores se centraron en si
el aumento de la producción y la creación de empleo podría posiblemente superar
el daño que la explotación de recursos energéticos extremos, como el que el
petróleo obtenido mediante fractura hidráulica o arenas bituminosas crea con
toda seguridad en el medio ambiente. Daniel J. Weiss, del Center for American
Progress, por
ejemplo, advirtió de una creciente amenaza para los suministros de agua en EEUU
a causa de la escasa regulación a que se somete a las operaciones de
fracking.
“Además, las
compañías petrolíferas quieren abrir zonas de la costa norte de Alaska en el
Océano Ártico, donde no están preparadas para hacer frente a una explosión grave
del petróleo o un derrame como el que tuvimos en el Golfo de
México”.
Ese enfoque ofreció ciertamente un
oportuno recordatorio de lo importante que sigue siendo el petróleo para la
economía estadounidense (y para su cultura política), pero sirvió para desviar
la atención de otros aspectos de la World Energy Outlook
que eran, en
algunos casos, totalmente terroríficos. Su retrato acerca del futuro de nuestra
energía global habría desalentado el entusiasmo por doquier, al centrarse, como
hace, en el incierto futuro de los suministros energéticos, en la excesiva
confianza en los combustibles fósiles, en la insuficiente inversión en las
renovables y en el cada vez más errático, caluroso y peligroso clima. Aquí
recojo algunos de los aspectos más preocupantes del informe:
Reducción de los suministros
mundiales de petróleo
Dado el barullo que se ha creado acerca
del incremento de la producción energética en EEUU, Vds. podrían pensar que el
informe de la AIE estaba cargado de buenas noticias acerca del futuro de los
suministros mundiales de petróleo. No hay suerte tal. En realidad, una lectura
concienzuda haría estremecerse a cualquiera que estuviera levemente
familiarizado con las dinámicas mundiales del petróleo, porque sus reservas
globales van disminuyendo en picado y están envueltas en la
incertidumbre.
Tomemos eso de que la producción de
petróleo estadounidense va a superar a las de Arabia Saudí y Rusia. Suena
estupendo, ¿no es verdad? Ahora, los inconvenientes: en anteriores ediciones del
informe de la AIE y de la International Energy Outlook, su equivalente al Departamento de
Energía estadounidense (DoE), apoyaba sus afirmaciones acerca de un futuro de
crecimiento en los suministros de petróleo, en la asunción de que esos dos
países iban a superar, y de lejos, la producción de EEUU. Y ahora, sin embargo,
EEUU se va a colocar por delante de ellos en 2020 solo porque, según asegura
ahora la AIE, su producción va a caer y no a aumentar como anteriormente se
asumía. Esta es una de las sorpresas ocultas en el informe que ha pasado
desapercibida. Según las proyecciones del DoE para 2011, se esperaba que la
producción saudí aumentara a 13,9 millones de barriles al día en 2025, y la
producción rusa a 12,2 millones de barriles, proporcionando conjuntamente gran
parte de los suministros añadidos de petróleo del mundo; EEUU, en este cálculo,
alcanzaría la marca de 11,7 millones de barriles. La última revisión de estas
cifras de la AIE sugiere que la producción estadounidense aumentará, en efecto y
como se esperaba, a unos 11 millones de barriles al día en 2025, pero que la
producción saudí caerá inesperadamente a unos 10,6 millones de barriles y la
rusa a 9,7 millones de barriles. Por tanto, EEUU se convertirá esencialmente en
el número uno por defecto. Entonces, en el mejor de los casos, el suministro
global de petróleo no crecerá de forma apreciable, a pesar de las proyecciones
de la AIE de un alza importante en la demanda internacional.
Pero esperen, sugiere la AIE, todavía
hay una última carta por jugar ahí: Iraq. Sí, Iraq. En la creencia de que los
iraquíes de alguna manera superarán sus diferencias sectarias, conseguirán un
alto nivel de estabilidad interna, establecerán un marco legal para la
producción de petróleo y asegurarán las necesarias inversiones y apoyo técnico,
la AIE predice que su producción saltará de los 3,4 millones de barriles al día
de este año a 8 millones de barriles en 2035, añadiendo un extra de 4,6 millones
de barriles al suministro global. En realidad, afirma la AIE, este aumento
representaría la mitad del incremento total de la producción mundial en los
próximos 25 años. Ciertamente, cosas más extrañas han sucedido pero, por razones
obvias, sigue siendo un escenario inverosímil.
Añadan a todo esto –la caída en la
producción de Rusia y Arabia Saudí, los continuos enfrentamientos en Iraq, los
resultados inciertos por todas partes- y se encontrarán con que en las décadas
de 2020 y 2030 no habrá petróleo suficiente para poder satisfacer la esperada
demanda mundial. Desde la perspectiva del calentamiento global, puede que sean
buenas noticias pero, a nivel económico, si no se incrementa masivamente la
inversión en fuentes energéticas alternativas, las perspectivas son sombrías. No
sabrán lo que son malos tiempos hasta que no tengan bastante energía para poner
en marcha la maquinaria de la civilización. Como sugería la AIE: “Mucho está
confiándose en el éxito de Iraq… Si no se produce ese crecimiento en los
suministros iraquíes, los mercados del petróleo van a tener que pasar por
tiempos difíciles”.
Continuar dependiendo de los
combustibles fósiles
Respecto al discurso de la necesidad de
aumentar la dependencia en los recursos renovables de la energía, los
combustibles fósiles –carbón, petróleo y gas natural- continuarán proporcionando
la mayor parte de los suministros adicionales de energía necesarios para
satisfacer la desorbitada demanda mundial. “Teniendo en cuenta todos los nuevos
desarrollos y políticas”, la AIE informaba: “El mundo sigue fracasando a la hora
de que el sistema energético mundial se base en una senda más sostenible”. De
hecho, los recientes desarrollos parecen favorecer aún más la dependencia en los
combustibles fósiles.
Por ejemplo, en EEUU, la incrementada
extracción de gas y petróleo de las formaciones de esquisto ha silenciado en
gran medida los llamamientos al gobierno para que investigue en las tecnologías
de las renovables. En su editorial sobre el informe de la AIE, el
Wall Street
Journal
ridiculizaba esas inversiones. Se habían convertido en innecesarias, según
sugerían los escritores del Journal, debido al boom del gas y petróleo, al estilo Arabia Saudí, que está por
venir. “Los historiadores se maravillarán un día de que se haya invertido tanto
capital financiero y político en una revolución [fallida] por la energía verde
en el mismo momento en que estaba a punto de nacer una revolución de los
combustibles fósiles”, declaraba. Hay un aspecto de la tal “revolución”
energética que merece especial atención. La disponibilidad creciente de gas
natural barato, gracias a la fractura hidráulica, ha reducido ya el uso del
carbón como combustible para las centrales eléctricas en EEUU. Esto podría
considerarse como un plus medioambiental obvio, ya que el gas produce menos
dióxido de carbono que el carbón, alterando menos así el clima. Lamentablemente,
la producción de carbón y su uso no han disminuido: los productores
estadounidenses han aumentado simplemente sus exportaciones de carbón a Asia y
Europa. De hecho, se espera que las exportaciones estadounidenses de carbón
alcancen los 133 millones de toneladas en 2012, superando el record de
exportación alcanzado en 1981.
A pesar de sus nocivos efectos sobre el
medio ambiente, el carbón sigue siendo popular en los países que tratan de
incrementar su producción eléctrica y promover el desarrollo económico.
Sorprendentemente, según la AIE, proveyó casi la mitad del aumento en el consumo
de la energía global durante la pasada década, creciendo más deprisa que las
renovables. Y la Agencia predice que seguirá incrementándose el uso del carbón
en las décadas que tenemos por delante. El mayor consumidor de carbón del mundo,
China, quemará mucho más que antes hasta llegar a 2020, cuando se espera que la
demanda se estabilice finalmente. India seguirá utilizándolo sin tregua, con ese
país superando a EEUU y constituyéndose en el segundo consumidor mundial hacia
2025.
En muchas regiones, señala el informe de
la AIE, son las políticas de sus gobiernos quienes favorecen el continuado
dominio de los combustibles fósiles. En el mundo en desarrollo, los países
subvencionan normalmente el consumo de energía, vendiendo el combustible para el
transporte, para cocinar y calefacción a tasas por debajo del precio del
mercado. De esta forma, confían en amortiguar el creciente coste de las materias
primas para sus poblaciones, protegiendo así a sus regímenes del descontento
popular. Recortar esas subvenciones puede resultar peligroso, como ha ocurrido
en Jordania, donde una reciente decisión del gobierno de aumentar los precios
del combustible provocó extendidos disturbios y llamamientos a abolir la
monarquía. En 2011, esos subsidios subieron globalmente hasta alcanzar la cifra
de 523.000 millones de dólares, según la AIE, incrementándose en un 30% desde
2012 y seis veces superior a las subvenciones destinadas a la energía
renovable.
Sin esperanzas de evitar el
catastrófico cambio climático
De entre todos los descubrimientos
expuestos en la edición de 2012 de la World Energy
Outlook, el que
merece la mayor atención internacional es el que menos la consigue. Incluso
aunque los gobiernos adoptaran firmes medidas para poner coto a las emisiones de
gases invernadero, concluía en informe, el aumento continuo en el consumo de
combustibles fósiles provocará a “largo plazo un aumento de la temperatura media
global de 3,6 grados Celsius”.
Esto debería bastar para detener a
cualquiera. La mayor parte de los científicos creen que el planeta podría asumir
un aumento de 2ºC sin inimaginables consecuencias catastróficas: aumentos en el
nivel del mar que borraran del mapa muchas ciudades costeras, sequías
persistentes que destruyeran las tierras agrícolas de las que dependen para
sobrevivir millones de personas, colapso de ecosistemas vitales y mucho más. Un
aumento de 3,6ºC sugiere esencialmente el fin de la civilización humana que hoy
conocemos.
Poniendo todo esto en contexto, la
actividad humana ha calentado ya el planeta alrededor de 0,8ºC, lo suficiente
como para producir graves sequías por todo el mundo, desencadenar o intensificar
graves tormentas como el Huracán Sandy y reducir drásticamente la capa de hielo
del Ártico. “Teniendo en cuenta esos impactos”, escribe el conocido autor
medioambiental y activista Bill McKibben, “muchos científicos han llegado a
pensar que dos grados es un objetivo demasiado indulgente”. Entre quienes cita
McKibben está Kerry Emanuel, del MIT [Instituto Técnico de Massachussets], toda
una autoridad en huracanes. “Cualquier cifra por encima de un grado supone un
gran riesgo”, escribe Emanuel, “y las probabilidades son cada vez menos
favorables si sube la temperatura”. Thomas Lovejoy, que fue en otro tiempo
asesor en biodiversidad del Banco Mundial, lo expone de esta forma: “Si estamos
viendo lo que estamos viendo hoy con un aumento de 0,8ºC, dos grados más es
sencillamente demasiado”.
En este punto, es incluso difícil
imaginar cómo sería un planeta con 3,6ºC más, aunque algunos sabios y profetas
del cambio climático –como el ex Vicepresidente Al Gore en “Una Verdad
Incómoda”- lo
han intentado. Con toda probabilidad, las capas de hielo de Groenlandia y la
Antártida se fundirían completamente, elevando los niveles del mar varias
docenas de pies e inundando completamente ciudades costeras como Nueva York y
Shanghai. Grandes partes de África, Asia Central, el Oriente Medio y el Suroeste
americano se volverían inhabitables a causa de la ausencia de agua y de la
desertificación, produciéndose incendios de una magnitud tal que hoy resultan
inimaginables y que acabarían con los resecos bosques de las latitudes
templadas.
En un informe que se encabeza con la
“buena noticia” de la inminente supremacía estadounidense en la producción de
petróleo, para sugerir después calmadamente que el mundo se dirige de cabeza
hacia la marca de 3,6ºC, es como colocar una bomba termonuclear en un regalo de
Navidad ostentosamente envuelto. En realidad, la “buena noticia” es en verdad la
mala noticia: la capacidad de la industria energética para incrementar la
producción de petróleo, carbón y gas natural en Norteamérica está alimentando un
incremento global en la demanda de esos productos, garantizando niveles aún
mayores de emisiones de carbono. Mientras estas tendencias persistan –y el
informe de la AIE no proporciona pruebas de que vayan a invertirse en los
próximos años-, estamos inmersos en una carrera para ver quién consigue ser el
primero en alcanzar el Apocalipsis.
Michael T. Klare es profesor de
estudios por la paz y la seguridad mundial en el Hampshire College y colaborador
habitual de TomDispatch.com. Es autor de “The Race for What's Left: The
Global Scramble for the World's Last
Resources” (Metropolitan Books).
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