En 2008, el entonces primer ministro, Kevin Rudd, pidió formalmente disculpas a los aborígenes separados de sus familias cuando niños bajo una política inspirada en la teoría criptofascista de la eugenesia. Se decía que la Australia blanca estaba logrando aceptar su pasado y presente rapaces. ¿En serio?
Un editorial del diario Sydney Morning Herald señalaba que el gobierno de Rudd, “había actuado rápidamente para borrar estos deshechos de su pasado político de una manera que responda a algunas de las necesidades emocionales de sus seguidores; pero esto no cambia nada. Es una simple maniobra”.
La decisión de la ciudad de Sydney es un gesto muy diferente, y admirable, porque no refleja una “campaña de lamentaciones” liberal y limitada, que busca una “reconciliación” que los haga sentirse bien en lugar de buscar la justicia, sino que contrarresta un cobarde movimiento de revisión histórica en la que un grupo de políticos, periodistas y académicos menores de extrema derecha afirmaban que no había habido ninguna invasión, ningún genocidio, ni una generación robada, ni racismo.
La plataforma para estos negadores del Holocausto es la prensa de Murdoch, que mantiene su propia insidiosa campaña contra la población indígena, presentándolos como víctimas de sí mismos o como nobles salvajes que requieren mano dura: la teoría de los eugenistas. Algunos “líderes” negros que le dicen a la élite blanca lo que ésta quiere oír, mientras culpan a su propio pueblo por su pobreza, proporcionando una cobertura a un racismo que a menudo impacta a los visitantes extranjeros.
Hoy en día, los primeros australianos tienen una de las esperanzas de vida más cortas en el mundo y son cinco veces más propensos a ser encarcelados que los negros en la Sudáfrica del apartheid, y en el desierto australiano hay niños aborígenes cegados por el tracoma, una enfermedad bíblica, totalmente prevenible y erradicada en los países del tercer mundo, pero no en la rica Australia. Los pueblos aborígenes son por un lado el secreto oscuro de Australia, y por otro, el distintivo más sorprendente de la nación: la sociedad más antigua del mundo.
Mediante este rechazo trascendental de la propaganda histórica, Sydney, la ciudad más grande y antigua del país, reconoce la “resistencia cultural” de la Australia negra y, sin decirlo directamente, habla de una creciente resistencia a un escándalo conocido como “la intervención”: en 2007, John Howard envió al ejército a la Australia aborigen para “proteger a los niños” que, según su ministro de asuntos indígenas, estaban siendo abusados en “números impensables”. Llama la atención la manera en la que la incestuosa elite política y mediática de Australia a menudo se enfoca en una pequeña minoría negra con todo el fervor de los culpables, sin saber quizás que la mitología y psique nacional continúan siendo dañadas, mientras que la nación, que fue una vez robada, no retorna a sus habitantes originales.
Los periodistas aceptaron la razón ofrecida por el gobierno de Howard para “intervenir” y salieron de cacería, en busca de lo morboso. Un programa de televisión nacional utilizó a un “joven trabajador anónimo” que alegaba cárteles de “esclavitud sexual” entre el pueblo Mutitjulu. Fue expuesto más adelante como un funcionario del gobierno federal y sus “pruebas” desacreditadas. De 7.433 niños aborígenes examinados por los médicos, sólo cuatro fueron identificados como posibles casos de abuso. No hubo “un número impensable”, siendo la tasa identificada similar a la de abuso de niños blancos. La diferencia es que no hay soldados invadiendo los suburbios playeros, ni padres blancos puestos de lado, sus salarios reducidos y su bienestar puesto “en cuarentena”. Todo había resultado ser una farsa, pero con un propósito serio.
Los gobiernos laboristas que siguieron a Howard han reforzado los nuevos poderes de control sobre las tierras ancestrales de origen negro: especialmente la estricta Julia Gillard, una primera ministra que le da clases a sus compatriotas sobre las virtudes de las guerras coloniales que “nos hacen ser quienes somos hoy” y encarcela indefinidamente a los refugiados de esas guerras, incluidos los niños, en una isla en alta mar que no es considerada Australia, aunque lo sea.
En el Territorio del Norte, el gobierno de Gillard de hecho está conduciendo a las comunidades aborígenes a literales zonas de apartheid donde puedan ser “económicamente viables”. La razón declarada es que el Territorio del Norte es la única parte de Australia donde los aborígenes tienen derechos comprensivos sobre la tierra, y que allí se encuentran algunos de los mayores depósitos mundiales de uranio y otros minerales. La fuerza política más poderosa en Australia es la multimillonaria industria minera. Canberra quiere explotar y vender esos recursos y los “malditos negros” están en el camino otra vez. Pero esta vez se han organizado, están articulados, son militantes, una resistencia de conciencia y cultura. Ellos saben que se trata de una segunda invasión.
Habiendo finalmente pronunciado la palabra prohibida, los australianos blancos deben ponerse de su lado.
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