Este sinfín de pesadillas, o esta pesadilla sin fin, nos tendrá atrapados mientras esos intereses no sean drásticamente sometidos y algunos hundidos en la historia para siempre.
La edad de oro del capitalismo, especialmente del desarrollado, corrió en el marco de políticas keynesianas de 1945 a 1973. Keynes le había dado al mundo las herramientas de las políticas anticíclicas. En términos macroeconómicos abstractos, las cosas eran simples: todo giraba en torno a la demanda agregada. Si ésta caía, y aumentaba el desempleo, era menester reducir las tasas de los impuestos para estimular el consumo, disminuir la tasa de interés para elevar la inversión de las empresas, aumentar el gasto público y aun devaluar en algún grado el tipo de cambio para impulsar las exportaciones. Lo contrario era necesario si la economía se aproximaba al pleno empleo y por ende la inflación amenazaba.
Estas políticas funcionaron en un contexto histórico específico. Una tasa anual positiva, notable y constante de la tasa de productividad industrial, y una creencia generalizada de que los combustibles fósiles eran inagotables, y su precio, por ello mismo, era acentuadamente reducido. Con todo, desde los primeros años sesenta una gran falla había sido detectada en el diseño del sistema internacional de pagos que en 1945 impusieron los estadunidenses en Bretton Woods, en contra precisamente de Keynes. Si el dólar era prácticamente el único medio de pago internacional, la única forma de abastecer de medios de pago al mundo cuyo comercio creciente los demandaba, era mediante la generación de un déficit permanente en la balanza de pagos gringa.
A fines de los años sesenta, otros graves problemas surgieron en la economía gringa. Los impulsos a la innovación, de un perfil tecnológico que había nacido con la Revolución Industrial, a fines del siglo XVII, comenzaron a agotarse; ergo, la tasa anual de crecimiento de la productividad industrial comenzó a caer (empezaron a surgir, lentamente entonces, las nuevas tecnologías). El modelo económico estadunidense se agotaba, la tasa de crecimiento del producto caía y la inflación iniciaba una ruta de ascenso que se vio fuertemente impulsada por la guerra de Yom Kippur de 1973 y el rápido crecimiento de los precios del petróleo que la siguó, y que habría de asestar un duro impacto inflacionario: en los primeros setenta el producto caía, aumentaba el desempleo y el incremento acelerado de los precios internacionales era irrefrenable: fue acuñado entonces el neologismo stagflation, que se tradujo al español como
La edad de oro del capitalismo, especialmente del desarrollado, corrió en el marco de políticas keynesianas de 1945 a 1973. Keynes le había dado al mundo las herramientas de las políticas anticíclicas. En términos macroeconómicos abstractos, las cosas eran simples: todo giraba en torno a la demanda agregada. Si ésta caía, y aumentaba el desempleo, era menester reducir las tasas de los impuestos para estimular el consumo, disminuir la tasa de interés para elevar la inversión de las empresas, aumentar el gasto público y aun devaluar en algún grado el tipo de cambio para impulsar las exportaciones. Lo contrario era necesario si la economía se aproximaba al pleno empleo y por ende la inflación amenazaba.
Estas políticas funcionaron en un contexto histórico específico. Una tasa anual positiva, notable y constante de la tasa de productividad industrial, y una creencia generalizada de que los combustibles fósiles eran inagotables, y su precio, por ello mismo, era acentuadamente reducido. Con todo, desde los primeros años sesenta una gran falla había sido detectada en el diseño del sistema internacional de pagos que en 1945 impusieron los estadunidenses en Bretton Woods, en contra precisamente de Keynes. Si el dólar era prácticamente el único medio de pago internacional, la única forma de abastecer de medios de pago al mundo cuyo comercio creciente los demandaba, era mediante la generación de un déficit permanente en la balanza de pagos gringa.
A fines de los años sesenta, otros graves problemas surgieron en la economía gringa. Los impulsos a la innovación, de un perfil tecnológico que había nacido con la Revolución Industrial, a fines del siglo XVII, comenzaron a agotarse; ergo, la tasa anual de crecimiento de la productividad industrial comenzó a caer (empezaron a surgir, lentamente entonces, las nuevas tecnologías). El modelo económico estadunidense se agotaba, la tasa de crecimiento del producto caía y la inflación iniciaba una ruta de ascenso que se vio fuertemente impulsada por la guerra de Yom Kippur de 1973 y el rápido crecimiento de los precios del petróleo que la siguó, y que habría de asestar un duro impacto inflacionario: en los primeros setenta el producto caía, aumentaba el desempleo y el incremento acelerado de los precios internacionales era irrefrenable: fue acuñado entonces el neologismo stagflation, que se tradujo al español como
estanflación: estancamiento con inflación, un engendro para el que no servían las políticas keynesianas.
Apareció Milton Freedman con la
filosofíabásica de lo que sería el Consenso de Washington: la intervención keynesiana del Estado era la responsable de todo; había que privatizar todo, el mejor Estado es el que no existe, los
mercadostodo lo saben y resuelven. Vino la conformación de la globalización neoliberal, y fue permitido que los bancos dieran rienda suelta a su imaginación financiera con su esquema ponzi: un robo en despoblado, sin regulación alguna, que dio lugar a la cadena:
burbujainmobiliaria –que como todas las burbujas termina por estallar–, hipotecas basura, titulación de las mismas –que encubría trampas viles sin cuento–, quiebras de las familias y de miles de bancos, rescate de otros tantos, y el enloquecido crecimiento de los déficit y de las deudas soberanas.
Los bancos salvados, intactos; pero los gobiernos quedaron en el presente con deudas impagables, que estarán pagando los ciudadanos, mientras una catástrofe no termine con la estúpida aberración que es hoy el sistema financiero desregulado.
Estancamiento y tendencias deflacionarias en los precios, es el presente: nuevamente Keynes vale. Pero es menester someter previamente a los bancos –nadie sabe si algún día sucederá tal cosa, o serán movimientos sociales los que derrumben a gobiernos y partidos cobardes como los actuales–, sujetarlos a una regulación que los haga actuar como intermediarios financieros, instituciones que sirven para ubicar saldos ociosos en espacios productivos, y creadores de dinero sobre la base de proyectos productivos efectivos; es así que el Keynes básico podría reaparecer y el Estado de bienestar ser reconstruido. El marco político, una socialdemocracia que haya superado las taras, los desperfectos, la corruptelas del pasado, que son cuentos de hadas junto al neoliberalismo ultracorrupto del presente.
Grecia y Portugal han sido
rescatados…, por un breve lapso, porque pronto tendrán que ser nuevamente rescatados. Las reglas dicen que tienen que abatir sus déficit públicos; esto deberán hacerlo disminuyendo el gasto público, con lo cual no podrán crecer y quedarán en peores posibilidades para pagar sus deudas.
Si España –la cuarta economía de la UE– e Italia –la tercera– se vieran en la necesidad de ser
rescatadas, es posible que sea Alemania la que decida terminar con el euro. Habrá llegado el día de sálvese el que pueda. Alemania no va a poner más plata para rescates ni va a desproteger a sus bancos –acreedores de los gobiernos periféricos de la UE–, que ahora tiemblan por el parto de los montes, que fue el arreglo de demócratas y republicanos en Estados Unidos, justamente por lo cual tendrá consecuencias mundiales de pronóstico reservado.
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