En la novela "Las viñas de la ira", John Steinbeck describió el angustioso viaje de la familia Joad -trabajadores migrantes forzados a dejar su hogar durante la Gran Depresión-, una historia todavía relevante para quienes enfrentan la cruda realidad de la actual crisis económica en Estados Unidos.
"Las últimas lluvias llegaron suavemente al territorio rojizo y a parte del territorio gris de Oklahoma, sin penetrar en la tierra costrosa". Así empieza Steinbeck "Las viñas (o las uvas) de la ira".
Este año, las últimas lluvias llegaron en mayo a Oklahoma occidental. Duraron lo suficiente para producir la última cosecha de alfalfa, pero el trigo del invierno ya se había perdido.
Brett Porter, quien cultiva 3.000 hectareas, desenrolla lo que le queda de heno en frente de una sedienta fila de ganado Angus de primera. Le quedan apenas 18 fardos y cada uno cuesta US$200 en el mercado abierto, así que cuando se le agoten tendrá que vender las vacas.
"Ya vendí la mitad de mis vacas madres y mandé mis terneros al mercado antes de tiempo", dice.
Ha estado trabajando en el ADN de su rebaño desde hace 12 años. Si no llueve, venderá el resto como carne para hamburguesas pronto.
Con el suroccidente asolado por la peor sequía en 60 años, los veteranos ya empezaron a hablar de los años del Dust Bowl (literalmente, 'Cuenco de Polvo'), una sequía que afectó las llanuras y praderas que se extienden desde el Golfo de México hasta Canadá en la década de los '30.
Esos fueron los años que Steinbeck reflejó en su libro, premiado con el Premio Pulitzer, sobre la migración, la pobreza y la injusticia social.
Decidí volver sobre los pasos de la familia ficticia que Steinbeck llevó desde la ciudad de Oklahoma hasta Bakersfield, un poco al norte de Los Ángeles, así que alquilé un viejo Mercury y apreté el acelerador.
Hoy en día, el camino es una carretera derecha, Interstate 40, aunque la legendaria Ruta 66 de los blues todavía zigzaguea a lo largo del recorrido como un camino desgarrado.
Siguiendo la ruta de Las viñas de la ira
Pasé por una estrecha franja de Texas, quemada por la sequía de tal manera que las hojas blancas del pasto crujen bajo los pies como si estuvieran congeladas.
Y luego llegué a Nuevo México, a Alburquerque, más precisamente al hogar para personas sin techo Joy Junction, que en el rojo atardecer se asemeja a una escena de Steinbeck.
Hay 300 personas alojadas en este lugar, todas en familia.
Jeremy Reynalds, el británico que maneja el lugar, me dice con franqueza que el pilar de Joy Juction son personas con problemas de drogas, alcohol y violencia doméstica. Pero que a medida que los años de crisis van pasando, hay un nuevo fenómeno: la clase media sin techo.
Me encontré con algunos de ellos en el suelo de un antiguo gimnasio, cubierto con unos 80 colchones.
Tim era un gerente de una hamburguesería McDonald's pero la sucursal cerró y Sonya trabajaba en una sandwichería de la cadena Subway, pero cortaron sus turnos. Perdieron su casa y se mudaron a un apartamento pequeño, pero se acabó el dinero del desempleo y se quedaron sin su vivienda.
"Dormíamos en nuestro carro, daba miedo", dice Sonya. "Después nos vinimos para acá".
Larry Anitista y su hija de 14 años de edad, Michelle, duermen con 80 personas que no conocen. ¿Saben en su escuela que ella no tiene donde vivir? "No lo he dicho", dice Michelle. "Me quedo allá hasta las seis de la tarde para hacer mis tareas". Larry y Michelle perdieron su apartamento cuando la familia se separó.
Maurice Henderson solía dirigir un concesionario de autos y vivía en un motel con Rose Anna Ortice y sus tres hijos. Hace dos semanas no llegó su cheque por desempleo, tuvieron que irse del motel y alojarse en Joy Junction.
Hay ira a raudales aquí, aunque rara vez se escuchen tales sentimientos expresados en los medios estadounidenses. "Están derrochando dinero en guerras", dicen tanto Larry como Maurice. Un tipo se me acerca y casi que me susurra: "soy un indígena estadounidense. Mi tribu administra el casino local, pero ¿dónde está el dinero? ¿por qué no lo usan para ayudar a su gente?".
Brincando entre moteles
Aunque los campamentos de Okies (término derivado de Oklahoma que se usaba -a menudo con desdeño- para referirse a quienes habían migrado hacia California por dificultades económicas) de los años '30 ahora son emblemáticos, no hay que olvidar que en esa época no ocupaban el centro de la conciencia de la nación.
Steinbeck, quien había vivido en California la mayor parte de su vida, sólo se enteró de la existencia de esos campamentos, que estaban en el umbral de su casa, cuando el esposo de la fotógrafa Dorothea Lange, un académico, escribió uno de los primeros reportajes sobre el problema de los migrantes.
En ese entonces, como ahora, los pobres estaban relegados al papel de comparsas en el espectáculo de los medios masivos, y sus libretos rara vez reflejaban lo que ellos realmente pensaban.
A lo largo de la Interstate 40 he estado maldiciendo a los moteles. Un incomible fango de huevo reconstituido, un "biscuit" y algo de salsa les permite anunciar que ofrecen "desayunos calientes", que se pasan con un café tan aguado que se puede leer el periódico a través de él.
Reynalds me lleva a una fila de moteles baratos en la orilla de la carretera en los que las habitaciones cuestan US$29 la noche. "Estos lugares se llenan durante las dos primeras semanas después de que llegan los cheques de seguridad social, y cuando se acaba el dinero, se vacían. La gente vuelve a Joy Junction".
Ahora concibo a los moteles de otra manera: es aquí donde viven los sin techo ocultos de EE.UU.
La cárcel de carpas
Cuando dejo Nuevo México en dirección al oeste, bajo el magnífico Mogollon Rim y a través de un bosque de pinos y luego un desierto con cactus, hay algo que me queda claro: Steinbeck no pudo haber hecho este viaje de un sólo tirón.
El espectacular paisaje está ausente en el libro. Para los 350.000 migrantes de la vida real -campesinos, trabajadores desempleados, oficinistas- que hicieron este viaje durante los años del Dust Bowl (1931-36), el paisaje les debió parecer tan ajeno como la Luna.
Pero, a pesar de cuán bíblico es Las viñas de la ira, su tema central no es el paisaje. Lo que Steinbeck quería explorar era el conflicto al final del viaje. Hoy en día uno no tiene que llegar al final del viaje para encontrar el conflicto.
En Phoenix, Arizona, me dan una visita guiada de la cárcel Tent City -una improvisada prisión montada con carpas en pleno desierto-. Los prisioneros visten prendas con rayas, medias y ropa interior rosa, y están forzados a vivir, día y noche, en tiendas de campaña de la Guerra de Corea.
El día en que llego, el termostato de mercurio me dice que la temperatura es de 45,5ºC. Los presos deben quitarse las toallas rosadas de sus cabezas, incluso cuando están bajo la fuerte luz del sol. Y tienen que pagar tarifas altas, me dice mi guía, por sus llamadas telefónicas "para ayudar a subsidiar el costo de su encarcelamiento".
Uno de cada cinco de los prisioneros es inmigrante ilegal. Cuando cumplan su sentencia, serán procesados para deportación. La cárcel -como el muro fronterizo y la famosa nueva ley de Arizona SB1070- está diseñada para impedir la migración. Pero ninguna de esas medidas lo logra.
Una carpa más grande
Hay, dicen los activistas en defensa de los migrantes, unos 1,5 millones de migrantes en Arizona.
Fernando López, de 20 años de edad, fue sorprendido conduciendo un auto sin licencia y no tiene documentos que prueben su derecho de quedarse en el país. Cuenta que lo pasearon durante un mes por el sistema de detención de Arizona antes de liberarlo bajo fianza. Ahora está tratando de evitar la deportación.
"La gente sigue viniendo debido a las condiciones al otro lado de la frontera", me dice. El Tratado de Libre Comercio norteamericano, piensa, ha quebrado a las empresas pequeñas latinoamericanas. Además, la misma pobreza rural que existe en todo el mundo sencillamente impulsa a la gente hacia el norte.
Leticia Ramírez, una activista de Puente, un grupo de apoyo a los migrantes, me dice que el efecto de las leyes particulares de Arizona -que hace posible que detengan a gente en la calle que no pueden probar su estatus- es escalofriante. "Los niños le dicen a sus madres 'mami, no vayas a la tienda... no salgas de la casa'. Miles se quedan en casa por temor", asegura.
Pero las actitudes están polarizadas. En la reunión de Los Patriotas del Valle del Oeste del Tea Party a la que asisto, los activistas a favor de los migrantes son acusados de ser "comunistas". Cuando pregunto por la crisis de la deuda, me entregan un dossier que aseguran que prueba de que presidente Barack Obama es realmente keniano.
Pregunto entonces por la migración. Los Patriotas están recogiendo fondos para construir un muro fronterizo privado.
¿Comprenden por qué vienen los migrantes? Sí, pero piensan que la economía estadounidense no se vería afectada si todos los 12 a 20 millones de inmigrantes que se estima viven en EE.UU. fueran deportados.
No se los puede meter a todos a la cárcel, señalo. "Sencillamente se alza una carpa más grande", responde Karen Szatkowski, la vocera.
Y hay evidencia de que las condiciones en la cárcel, el estilo agresivo de la policía y las leyes que han provocado una campaña de bloqueo económico contra Arizona están funcionando. Se dice que unos 100.000 migrantes se han ido a otra parte.
"Todo está diseñado para que nos autodeportemos", opina Fernando López.
La tensión y el conflicto por la migración aquí es más intenso que en cualquier otro lugar de EE.UU.
Entre tanto, la economía cae. Arizona todavía está en recesión y la radio transmite publicidad sobre ranchos embargados en el desierto. "Usted puede cazar, montar a caballo, hacer lo que quiera... ¡Es su rancho!", anuncia animado el presentador.
En los '30 tanto como en los '10 del siglo XXI
Cruzando el desierto de Mojave y tras andar 13 kilómetros con el tanque de gasolina vacio, me deslizo en neutro hacia una gasolinera en Cedar Hills. La tienda está llena de objetos emblemáticos: las bebidas estimulantes en botellas amarillas para mantener a los camioneros despiertos toda la noche, los pañuelos con la bandera de los estados confederados para usar en la cabeza en vez de un casco cuando se monta en motocicleta Harley, las calcomanías de la Ruta 66.
Como tantas cosas de la cultura estadounidense, el subtexto -si uno se atreve a admitirlo- es "alguna vez fuimos un gran país".
Cruzo el desierto en la noche y llego a Bakersfield a la medianoche.
El bar del hotel está lleno de petroleros y militares. La economía de Kern County, donde la familia Joad de Steinbeck fue a parar, está dominada por la Fuerza Aérea, armamento para la Armada, grandes petroleras y servicios médicos privados.
Sin embargo, hay un índice de desempleo de 15%. La ciudad creció un 25% en la década pasada pero ahora se vive una crisis hipotecaria en la que 156 casas de cada mil son embargadas.
En la mañana, el mexicano que estaciona los autos me dice que el trabajo en el campo se está acabando. Los agricultores vendieron sus tierras a compañías de propiedad raíz. Lo único que queda es trabajar por el salario mínimo.
Me voy en busca del lugar que Steinbeck describe aquí: "Condujeron a través de Tehachapi en el resplandor de la mañana y el sol salió a sus espaldas y de repente vieron el gran valle a sus píes...".
Pero la carretera interestatal oblitera al viejo camino en este punto. Me meto a un viñedo para ver lo que debieron ver los Okies de la vida real cuando cruzaron las montañas hacia el Valle de San Joaquín.
Todavía es hermoso.
Pero, escondidas lejos de la prensa, aún se pueden encontrar historias de conflicto social y pobreza que muestran el otro lado de la realidad.
Cuando escribió su novela en 1939, Steinbeck aludió a un nuevo modelo económico que mantuviera la recuperación económica, creara empleo e impulsara a EE.UU. hacia una era de prosperidad y empleo universal.
Ese sigue siendo el reto de Estados Unidos.
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