La Guerra Fría nació como un proyecto destinado a consolidar el predominio de un sistema económico y social, el capitalismo, bajo la hegemonía de Estados Unidos. Una hegemonía que implicaba, como una de sus primeras exigencias, asumir “el liderazgo del mundo libre” e impedir que surgiera un poder rival. En su primera etapa, hasta la desaparición de la Unión Soviética, el enfrentamiento se justificaba por la necesidad de mantener una lucha conjunta contra la amenaza del enemigo comunista, que podía destruir la sociedad “occidental” por la subversión interior o atacándola con su armamento nuclear.
Tras la desaparición de la URSS y la disolución oficial del Pacto de Varsovia en 1991, parecía claro que no había enemigo que legitimase una alianza colectiva como la OTAN. Pero como seguía en pie la necesidad de Washington de conservar su liderazgo –el Defense Planning Guidance de 1992 sostenía que su primer objetivo era “prevenir la emergencia de un nuevo rival”– las cosas siguieron como antes.
Diez años más tarde se inventó un nuevo enemigo colectivo y se declaró la “guerra contra el terror”, que es lo que explica que la OTAN se encuentre en Afganistán, empeñada en una tarea que no parece tener nada que ver con los objetivos del tratado firmado en abril de 1949, que proclamaba que su propósito fundamental era “promover la estabilidad y el bienestar en el área del Atlántico norte”.
La disociación entre los intereses de los países de la OTAN y las necesidades estratégicas de la política imperial estadounidense parece cada vez más evidente. Si la participación en la aventura de Afganistán se ha hecho de mala gana, va a ser mucho más difícil encontrar apoyos para la próxima batalla, que es la que tiene como objetivo China, puesto que en este caso resulta evidente que no existe motivo alguno de amenaza colectiva, sino que lo único que cuenta es la voluntad de reafirmar la supremacía norteamericana sobre cualquier rival. Hace tiempo que se vienen publicando en Estados Unidos visiones geopolíticas como las de Robert D. Kaplan, que en un artículo en Foreign Affairs afirmaba que “Estados Unidos, el poder hegemónico del hemisferio occidental, tratará de prevenir que China se convierta en el poder hegemónico de una gran parte del hemisferio oriental”. Sabemos, además, que el Pentágono está planeando desde hace años una nueva estrategia bautizada como AirSea Battle, un nuevo concepto operativo basado en el uso conjunto de fuerzas aéreas y navales, pensado para aplicarlo al escenario del Pacífico Occidental, con la intención de frenar la pretensión de Beijing de controlar la zona del mar del Sur de China, un área que parece ser extraordinariamente rica en recursos naturales.
El capitán de la armada Jan van Tol, un “experto en planificación estratégica” que forma parte del CSBA (Center for Strategic and Budgetary Assessments), un think tank dedicado a la política de defensa, ha publicado un libro sobre este tema en el cual, tras asegurar que el objetivo no es la guerra, se desarrollan planes para interceptar el comercio con China, confiscando en alta mar los cargamentos de las embarcaciones en operaciones en que se especula, sin embargo, con la posibilidad de hacer frente a una respuesta armada china.
Las discusiones se han renovado con la reciente publicación de un nuevo libro de Henry Kissinger, On China, en el que el hombre que fue el protagonista directo de la apertura hacia Beijing en la época de Nixon sostiene que la cooperación entre China y Estados Unidos es “esencial para la paz y la estabilidad globales” y que una “guerra fría” entre ambas potencias “detendría por una generación el progreso en las dos orillas del Pacífico”, en una época en la que problemas como la proliferación nuclear, la conservación del medio ambiente, la seguridad de la energía y el cambio climático “imponen una cooperación global”.
Aceptar los planteamientos de Kissinger implicaría poner fin de una vez a la “guerra fría”, un término empleado por el propio Kissinger en este contexto. Pero parece difícil que los dirigentes estadounidenses acepten un planteamiento que implica la renuncia a la supremacía unilateral en que se ha basado su política desde 1945. Como ha dicho el teniente coronel Andrew Krepinevich, director del CSBA, lo que Estados Unidos debe decidir ahora es si va a competir o no con China por el control del Pacífico occidental. Si renuncia, deberá admitir un cambio sustancial en el equilibrio militar mundial; si acepta, “la cuestión es cómo competir con eficacia”.
Podría pensarse que, tras la experiencia de tantas décadas de Guerra Fría, no hay riesgo de que este tipo de confrontaciones puedan llevar a un conflicto más grave, que ponga en peligro la paz mundial. Pero esta es una previsión injustificada ante lo que pueden depararnos las elecciones presidenciales norteamericanas del año próximo, en el caso de que consiga la victoria, como parece probable, alguno de los descerebrados candidatos republicanos que están disputándose la nominación. ¿Qué se puede esperar de una persona como Michele Bachmann que recientemente proclamó la necesidad de mantener el gasto en defensa ante el temor que siente el pueblo norteamericano por “el ascenso de la Unión Soviética”? Asusta pensar que nuestro porvenir esté en tales manos.
Tras la desaparición de la URSS y la disolución oficial del Pacto de Varsovia en 1991, parecía claro que no había enemigo que legitimase una alianza colectiva como la OTAN. Pero como seguía en pie la necesidad de Washington de conservar su liderazgo –el Defense Planning Guidance de 1992 sostenía que su primer objetivo era “prevenir la emergencia de un nuevo rival”– las cosas siguieron como antes.
Diez años más tarde se inventó un nuevo enemigo colectivo y se declaró la “guerra contra el terror”, que es lo que explica que la OTAN se encuentre en Afganistán, empeñada en una tarea que no parece tener nada que ver con los objetivos del tratado firmado en abril de 1949, que proclamaba que su propósito fundamental era “promover la estabilidad y el bienestar en el área del Atlántico norte”.
La disociación entre los intereses de los países de la OTAN y las necesidades estratégicas de la política imperial estadounidense parece cada vez más evidente. Si la participación en la aventura de Afganistán se ha hecho de mala gana, va a ser mucho más difícil encontrar apoyos para la próxima batalla, que es la que tiene como objetivo China, puesto que en este caso resulta evidente que no existe motivo alguno de amenaza colectiva, sino que lo único que cuenta es la voluntad de reafirmar la supremacía norteamericana sobre cualquier rival. Hace tiempo que se vienen publicando en Estados Unidos visiones geopolíticas como las de Robert D. Kaplan, que en un artículo en Foreign Affairs afirmaba que “Estados Unidos, el poder hegemónico del hemisferio occidental, tratará de prevenir que China se convierta en el poder hegemónico de una gran parte del hemisferio oriental”. Sabemos, además, que el Pentágono está planeando desde hace años una nueva estrategia bautizada como AirSea Battle, un nuevo concepto operativo basado en el uso conjunto de fuerzas aéreas y navales, pensado para aplicarlo al escenario del Pacífico Occidental, con la intención de frenar la pretensión de Beijing de controlar la zona del mar del Sur de China, un área que parece ser extraordinariamente rica en recursos naturales.
El capitán de la armada Jan van Tol, un “experto en planificación estratégica” que forma parte del CSBA (Center for Strategic and Budgetary Assessments), un think tank dedicado a la política de defensa, ha publicado un libro sobre este tema en el cual, tras asegurar que el objetivo no es la guerra, se desarrollan planes para interceptar el comercio con China, confiscando en alta mar los cargamentos de las embarcaciones en operaciones en que se especula, sin embargo, con la posibilidad de hacer frente a una respuesta armada china.
Las discusiones se han renovado con la reciente publicación de un nuevo libro de Henry Kissinger, On China, en el que el hombre que fue el protagonista directo de la apertura hacia Beijing en la época de Nixon sostiene que la cooperación entre China y Estados Unidos es “esencial para la paz y la estabilidad globales” y que una “guerra fría” entre ambas potencias “detendría por una generación el progreso en las dos orillas del Pacífico”, en una época en la que problemas como la proliferación nuclear, la conservación del medio ambiente, la seguridad de la energía y el cambio climático “imponen una cooperación global”.
Aceptar los planteamientos de Kissinger implicaría poner fin de una vez a la “guerra fría”, un término empleado por el propio Kissinger en este contexto. Pero parece difícil que los dirigentes estadounidenses acepten un planteamiento que implica la renuncia a la supremacía unilateral en que se ha basado su política desde 1945. Como ha dicho el teniente coronel Andrew Krepinevich, director del CSBA, lo que Estados Unidos debe decidir ahora es si va a competir o no con China por el control del Pacífico occidental. Si renuncia, deberá admitir un cambio sustancial en el equilibrio militar mundial; si acepta, “la cuestión es cómo competir con eficacia”.
Podría pensarse que, tras la experiencia de tantas décadas de Guerra Fría, no hay riesgo de que este tipo de confrontaciones puedan llevar a un conflicto más grave, que ponga en peligro la paz mundial. Pero esta es una previsión injustificada ante lo que pueden depararnos las elecciones presidenciales norteamericanas del año próximo, en el caso de que consiga la victoria, como parece probable, alguno de los descerebrados candidatos republicanos que están disputándose la nominación. ¿Qué se puede esperar de una persona como Michele Bachmann que recientemente proclamó la necesidad de mantener el gasto en defensa ante el temor que siente el pueblo norteamericano por “el ascenso de la Unión Soviética”? Asusta pensar que nuestro porvenir esté en tales manos.
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