viernes, 2 de diciembre de 2011


La democracia ¿llegó a la selva del Congo?


Podría ser, mapa en mano, el epicentro del África negra, pero la República Democrática del Congo (RDC) continúa en los márgenes mudos. A todos les conviene adormecer el grito de una nación con 65 millones de personas que ha sido tejida con una argamasa multiétnica, sobre lienzos tradicionales e invisibilizada ante estructuras estatales carroñeras. Así, el negocio rentabilísimo que emprendiera el rey Leopoldo II de Bélgica a principios del siglo pasado sigue hoy bajo patrones externos y añadiendo ceros a cuentas privadas. ¿Cuál es, entonces, la cacareada independencia de 1960? ¿Ninguna? Las ataduras sutiles traducidas a dólares en el mercado internacional a cambio de los preciados recursos naturales mantienen el desarrollo del Congo en carne viva. Y la pregunta es inevitable: ¿Son las elecciones multipartidistas del pasado lunes 28 la solución a los problemas del país? La selva habla.
Los pocos viejos que quedan (la mitad de la población tiene entre 14 y 15 años, fenómeno provocado por las dos grandes guerras desde la independencia) hablan de los antepasados que vivían en sus tierras y cada día le dan gracias. Algunos pigmeos en el norte del país continúan cantando al alba para despertar a la madre naturaleza. Las redes establecidas por lazos de parentesco desafían cualquier crisis europea porque fortalecen un comercio local que el Estado no alcanza ni a ver, ni a fiscalizar. Las autoridades tradicionales pugnan contran las lógicas individualistas occidentales y defienden la colectividad… Salvando las distancias, este panorama dinámico de los congoleses, y que camina, podría ser un reflejo de lo que ocurre en África al sur del Sahara.
Ahora bien. Por ejemplo, a la hora de representar el Congo en un mapa podría ayudarnos una comparación sencilla: la RDC prácticamente comparte la misma extensión que Europa occidental con una densidad de población de 26 habitantes por kilómetro cuadrado (en Madrid es de 5.400). Mucho vacío. Mucha selva. Precisamente, con la deficiencia en infraestructuras, uno de los temores del pasado lunes era que las papeletas no llegaran a los colegios electorales. Hasta el 6 de diciembre no se obtendrán los resultados definitivos, pero lanzo ya la daga -y sigo con el símil europeo- para los promotores, beatos y defensores confiados en el sistema electoralista de urnas: ¿Cómo se las ingenia un funcionario para llevar los ingredientes democráticos de Algeciras a Berlín con guerrillas de por medio y prácticamente la inesistencia de vías de comunicación?
Podría hablar, como ha decidido el resto de los medios de comunicación, de los programas electorales de los tres principales candidatos: Kabila -actual presidente y favorito a la reelección-, Tshisekedi y Kamerhe. O de los los 417 partidos que se han inscrito, los 18.500 candidatos que se han presentado y los 500 escaños en juego (por cada asiento hay 37 aspirantes). O tal vez del clima de inseguridad motivado por las elecciones y que podría desembocar en.. ¿Qué? ¿Otra guerra?
Me inclino más bien por subrayar que la patata ardiendo no la tiene el futuro presidente, al menos en exlusiva, sino la comunidad internacional al completo. Parece que ni el partido en el poder, Partido del Pueblo para la Reconstrucción y la Democracia (PPRD), ni los partidos de la oposición han diseñado programas efectivos más allá de promesas que pretendían arañar algún voto. Se vuelve a repetir. El discurso salvador de la democracia se articula en un país donde la formación es escasa y el nivel de analfabetismo sigue la estela de los números rojos que indican alerta. Y mientras, los tejedores de estas fronteras impuestas hacen mutis por el foro; es el caso de las multinacionales mineras que operan en la RDC acusadas de financiar a los movimientos independentistas del Este del Congo, de prender la mecha de las guerras y de violar constantemente los derechos humanos y medioambientales.
Entre sondeos y valoraciones mediáticas, se sigue invisibilizando a los cerca de dos millones de desplazados y refugiados en el interior del país, despojados de sus familiares, bienes, terrenos y, en resumidas cuentas, de sus medios de vida. Una población que superaría a los habitantes de Barcelona permanece desnuda al haber perdido la referencia de los bosques de sus antepasados -sus protectores- y quedando desamparados en una selva que no entiende de papeletas. Y sí de hambre. Y sí de enfermedades. Y sí de la posibilidad de beneficiarse de la riqueza de sus materias primas que otros se apropian y que los mantiene a raya en la pobreza.

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