Cinco tesoros que Capriles arruinaría
CiudadCCS
Una de las más claras
enseñanzas de la crisis que sufre España ha sido constatar, una vez más,
que la derecha, como estrategia política central, elige la mentira.Llevan
así, cuando menos, desde la Revolución Francesa, cuando afirmaron que
fuera de la monarquía absoluta no había futuro (cuando era,
precisamente, todo lo contrario). Las mentiras terminaron en un cesto,
acompañadas de las cabezas que las pensaron, pero la minoría de edad de
la humanidad hace que los mentirosos sigan reproduciéndose. La lucha
contra los privilegiados se gana más cambiando la cultura política que
dejando caer la hoja de la guillotina. Y eso necesita tiempo y que los
pueblos dejen para otro momento la ingenuidad.
Zapatero fue un
presidente que, pese a decirse socialista, no se atrevió a confiar en su
pueblo. Terminó como un pelele merced al viento de los mercados y al
fin de lo que siempre leyó como “suerte política”. La derecha española,
poco compasiva, no dejó de empujarle hacia el abismo, aunque con ello
hundiera también un poco más al país. Para sacarle del gobierno, apeló a
dos ideas fuerza: un sentido común hueco –“vamos a gobernar como Dios
manda”– y una vehemente negación de que fueran a tomar ni una sola de
las decisiones que, por su ideología y comportamiento histórico, se
presuponía que estaban en su agenda oculta. Con esa estrategia banal
–“basta que estemos en el poder para que todo se solvente”–, el Partido
Popular sacó mayoría absoluta (aunque sólo tres de cada diez votantes
los apoyó: su victoria no vino de obtener un gran respaldo, sino porque
los votantes socialistas abandonaron a su partido).
Nada más ganar
las elecciones, la derecha española empezó a aplicar su programa
oculto, desmantelando tres décadas de avances democráticos. Para más
INRI, cada vez que eliminaban una conquista, decían a los españoles: “A
nosotros tampoco nos gusta lo que estamos haciendo, pero no tenemos otra
alternativa”. Los bancos de rescate en rescate y los pueblos, como
alguna vez dijo Chávez, de foso en foso.
Esa mentira de la derecha
española ha reaparecido calcada en la estrategia de Capriles Radonski:
“Voy a gobernar como Dios manda”, “voy a respetar los logros sociales”,
“no tengo una agenda oculta”, “no creo en el neoliberalismo ni en el
gran capital”, “voy a mantener los empleos públicos”, “no voy a
solventar ningún problema haciendo que paguen justos por pecadores…”.
Pero es imposible no imaginar a Capriles decir, mientras cierra la
puerta de un CDI, de un Mercal, de una aldea universitaria, de un
conjunto de viviendas populares, de una empresa de propiedad social,
mientras vuelve a hacer de Pdvsa un “Estado dentro del Estado” o al
tiempo que vuelve a abrir el país a las transnacionales: “No me gusta
nada hacer lo que estoy haciendo, pero no tengo más remedio y no hay más
alternativa”.
Cuando uno compara el deterioro de la Unión
Europea, y más en concreto de España, con la situación actual de la
Venezuela bolivariana, no cabe la menor duda de que Europa está
perdiendo lo que no ha sabido defender, mientras que Venezuela está
ganando lo que ha sabido pelear. La derecha española, esa que es
interlocutora de Capriles, prometió que iba a solventar los problemas
del país. Lo que nos está dejando son jubilaciones a los 67 años,
regreso de una universidad exclusiva para ricos, privatización de la
sanidad, precarización y desaparición del empleo público, deterioro de
las prestaciones sociales, encarecimiento del transporte, reducción de
los salarios, venta del patrimonio público, privatización de la
educación… España tenía una situación envidiable. La está perdiendo.
Venezuela venía de muchas carencias. Poco a poco, pero con firmeza, las
está solventando.
Hay cinco tesoros en Venezuela que Capriles
arruinaría, igual que la derecha española está arrasando el bienestar
colectivo. Aunque nadie escarmienta en cabeza ajena, permítanme que se
los recuerde.
El primer tesoro tiene que ver con el bienestar
económico. Claro que aún queda mucho trecho por recorrer en Venezuela.
Con humildad, el Plan Nacional 2013-2019 afirma que se están sentando
las bases para la transición al socialismo. No que el socialismo sea ya
una realidad, sino que se está construyendo. Una declaración de humildad
que demuestra que con los años la Revolución se hace más sabia. Lo
relevante, junto a todo lo conseguido, es la tendencia. Y esa va
invariablemente hacia arriba. Así lo indica el Índice de Desarrollo
Humano que elabora las Naciones Unidas cada año. Desde que llegó Chávez,
no ha habido un solo año en el que Venezuela haya descendido puestos.
Capriles Radonski, en su primer día de gobierno, suspendería, porque así
se lo demandan sus financiadores, el empleo público –uno de los motores
centrales de la economía en todo el mundo–. Esas decenas de miles de
empleados, junto con sus familias, dejarían de consumir, además de que
empujarían los salarios a la baja (otra de las medidas inmediatas de
Capriles). La economía sufriría un frenazo en seco. Las empresas, con
menos consumidores, cerrarían, el Estado recaudaría menos dinero, se
despediría de nuevo a más gente. El odio de Capriles a lo público no
solamente dejaría desatendidas las misiones, reduciría médicos,
profesores, cuidadores, dependientes, constructores, sino que llevaría a
la economía a una presumible recesión, alimentada por la incertidumbre
que generaría alguien que limita su programa económico a desmantelar los
logros de estos 13 años y a prometer gestionar la economía “como Dios
manda” (como si algún dios hubiera escuchado alguna vez a los
economistas). La reciente ley del trabajo –de las más avanzadas del
mundo–, las bajas tasas de desempleo o el esfuerzo por eliminar la
precariedad laboral, se verían sustituidas por un modelo tradicional
subalterno donde, como hemos visto en Honduras o en Paraguay, los
salarios deben estar al servicio de la tasa de ganancia de las grandes
empresas multinacionales. Ese “como Dios manda” suele ser “como manden
los Estados Unidos”. A las élites venezolanas les ha gustado “demasiado”
viajar a Miami.
Con Capriles, Venezuela se convertiría en un país de
emigración, como México, Ecuador antes de la llegada de Correa, o ahora
España.
El segundo tesoro del que no disfrutarían las nuevas
generaciones en Venezuela tiene que ver con el poderoso vecino del
norte. Como hemos visto con la concesión de asilo a Julian Assange por
parte de Ecuador, los países del norte repiten lo que ocurrió con Haiti
en 1791: las libertades sólo sirven de fronteras para afuera. Inglaterra
se atreve a amenazar a Ecuador con violar su sede diplomática. Sólo la
firmeza que muestra hoy América Latina, gracias al impulso dado por
Chávez a la integración, se permite la soberanía en el continente.
¿Alguien cree de verdad que Capriles no habría entregado de inmediato al
fundador de WikiLeaks? ¿Alguien cree sinceramente que Capriles no
cedería a las presiones de las petroleras norteamericanas? ¿No volvería
con Capriles a ser Venezuela una base militar y un protectorado
económico para sus negocios en la zona y, de paso, en el mundo? La
sumisión económica de Capriles a Estados Unidos llevaría a Venezuela a
perder su soberanía y, de paso, debilitaría la integración
latinoamericana, obligando al continente a ser, una vez más, una colonia
subordinada a la geoestrategia norteamericana. Allá donde hoy la
Venezuela bolivariana esgrime ser un país que se respeta
internacionalmente, pasaría de nuevo a ser una falsa estrella más de la
bandera norteamericana. Hoy Venezuela no es más en el mundo el país de
las “misses”, de los ricos del “dame dos” de Pdvsa o de las telenovelas.
Incluso la derecha mundial entiende con respeto que Chávez ha tenido el
valor de hablar de tú a tú a los Estados Unidos. Algo que ellos nunca
se atreven a hacer.
El tercer tesoro que perdería Venezuela sería
la sanidad, hoy en día disponible para las clases medias y populares. En
España el Partido Popular –el que afirmó, prometió y juró que no iba a
tocar la sanidad– acaba de sacar de la seguridad social casi 500
medicamentos. Sin contar el cierre de hospitales, el repago al visitar
al doctor –se paga en los impuestos y luego se paga otra vez cuando se
necesitan los servicios–, listas de espera para operaciones que se
alargan dos años, cobro extra por servicios de análisis, reducción de
los servicios de urgencia, etc. Uno de los logros estructurales del
proceso bolivariano ha sido convencer a los médicos venezolanos de que,
poco a poco, se dediquen a asuntos menos lucrativos que la cirugía
estética y más comprometidos con el pueblo. La presencia de médicos
cubanos en Venezuela ha sido una cura de humildad a una profesión –por
supuesto con muchas honrosas excepciones– que abandonó su compromiso con
los más humildes y se entendió a sí misma como un negocio. La
incorporación de médicos venezolanos a los barrios, a la atención a
sectores medios y bajos, es un tesoro que tiene que ver con el aumento
de la conciencia. La concepción mercantil de la actividad económica que
muestra el programa de Capriles revertiría este aumento del compromiso
–hermanado con el juramento de Hipócrates–, regresando a ese país donde
un niño pobre se moría por una diarrea y una mujer por un parto mal
atendido. Ese tiempo donde los médicos, financiados por multinacionales
como Nestlé, decían a las venezolanas que dar el pecho a sus hijos era
muy peligroso o abrían lujosas consultas en el Este de Caracas que
custodiaban con guardias por si acaso un pobre aparecía ante su puerta
pidiendo auxilio.
El cuarto tesoro que sacrificaría Capriles tiene
que ver con la integración como país de Venezuela. Y tiene mucho que
ver con el desarrollo del transporte público. Capriles, como toda la
derecha latinoamericana, siempre ha tenido un fuerte apoyo del negocio
del transporte privado. Por eso, nunca han mostrado problemas en
alimentar tensiones separatistas si con eso veían una oportunidad de
hacer dinero. De hecho, buena parte de la baja autoestima nacional que
ha sufrido América Latina tiene que ver con el abandono de zonas
enteras, aisladas y cerradas al transporte público –especialmente el
tren–, y desconectadas del imaginario del país. La razón no era otra que
satisfacer los intereses de los dueños de flotillas de autobuses y
camiones –y de gobernadores feudales–, aunque con ello rompieran la
unidad nacional.
Pero el pueblo –y ahí también están las clases medias,
incluso esas que sienten más suyo a Batman o a Spiderman que a Bolívar–
viaja en metro, ve mejorar su calidad de vida cuando funciona una buena
red de trenes, disfruta de las buenas estaciones de autobuses, de un
precio de los transportes regulado y, en cualquier caso, incluso cuando
viaja en coche particular, necesita una red viaria concebida como un
servicio y no como una mercancía.
El mercado no sirve para integrar un
país, sino para fragmentarlo. Si las comunicaciones en Venezuela vuelven
a ser un negocio, ¿qué ocurrirá con las zonas menos pobladas de
Venezuela, qué ocurrirá con los territorios cuya integración no puede
someterse a criterios mercantiles, qué pasará con las zonas donde no sea
rentable ni siquiera que llegue la señal telefónica? Es verdad que a la
derecha venezolana le sobran estrellas en la bandera.
El quinto
tesoro que quiero referir tiene que ver con la paz social. Es cierto que
Venezuela tiene que hacer más esfuerzos para solventar los problemas de
violencia en las zonas pobres. Una policía heredada de la IV República
que reclama tiempo para ser reeducada, la presencia paramilitar que
penetra desde Colombia, los mercados de droga impulsados desde Estados
Unidos y que captan la atención de los jóvenes, un exceso de armas de
fuego o la cultura consumista del bienestar inmediato y sin esfuerzo,
reclaman más ímpetu desde el gobierno. Pero el programa de Capriles no
solamente multiplicaría esos problemas, sino que añadiría otros nuevos
que dinamitarían el discurrir social del que ahora disfruta el país.
Venezuela ha sido un país en donde lo público no era lo de todos sino lo
de nadie. Reinventar el respeto por lo colectivo, por lo público, por
las instituciones, no es tarea sencilla. El desprecio que Capriles y su
entorno ha demostrado constantemente con las instituciones –basta pensar
en su maltrato al CNE– es preocupante. ¿O tenemos que recordar de nuevo
a Carmona desmantelando a gritos todo el entramado constitucional
venezolano durante el golpe de 2002?
Pero ahí no terminan los
problemas. La unión cívico-militar, que Capriles no ha entendido, ha
vinculado al ejército con su pueblo. Un ejército que la derecha concibió
para perseguir la protesta, hoy es parte activa de la distribución de
alimentos, de la obra pública, de la gestión estatal, de la formación
universitaria, revirtiendo esa maldición –me temo que heredada de la
colonia– de la intervención del ejército contra los pueblos para
solventar los problemas de las burguesías rentistas. El autoritarismo de
Capriles le llevaría a recuperar una concepción autoritaria del
ejército que chocaría con las nuevas fuerzas armadas. Ya no es solamente
que cerraría el paso al ejército a la gestión social –cierre de la
Unefa, negativa a que los soldados colaboren en el reparto de alimentos,
en la ingeniería civil, en la ayuda ante catástrofes o contra
incendios, desmantelamiento de la milicia y de su tarea social– sino que
alimentaría la división en el seno del ejército, rompiendo una paz que
es garantía de una articulación social que permite dedicar energías a
otros asuntos al haber logrado que el ejército deje de ser un problema
para pasar a ser, en muchos ámbitos, una solución.
La más que
segura pérdida de estos tesoros en caso de un avance de Capriles, y de
lo que representa, obliga a todos los venezolanos a un voto responsable
el 7 de octubre. La seguridad económica, la integración latinoamericana y
la soberanía, el respeto internacional a Venezuela, el empleo, la
sanidad, la educación, las infraestructuras que integren al país, la
unión cívico-militar son tesoros por los que suspiraría buena parte del
mundo. Incluida Europa, que tenía buena parte de ellos y ahora los está
perdiendo.
La gente, dolida por la situación en España, me
pregunta cuando estoy en Venezuela: “¿Y por qué la ciudadanía no
protesta más para salvar su democracia?”. Y yo contesto: “¿Es que han
olvidado ustedes lo que les ha costado tener lo que tienen? ¿Es que han
olvidado que entre el Caracazo y la victoria del presidente Chávez en
1998 pasaron más de diez años?”. Y pienso para mis adentros: “Ojalá no
lo olviden. Ojalá no olviden que la derecha ha mentido, que la derecha
miente y que, mientras no demuestre lo contrario, va a seguir
haciéndolo. Ojalá que no olviden los venezolanos y las venezolanas todo
el esfuerzo que les ha permitido llegar hasta donde están”. Porque los
tesoros que hoy tienen, si se perdieran, necesitarían devorar de nuevo
varias generaciones para recuperarse. Los tesoros que se ganan, a
diferencia de los tesoros que se encuentran, hay que defenderlos con
uñas, dientes y votos. Porque son tesoros ganados, no caídos del cielo.
Fuente: http://www.ciudadccs.info/?p=328530
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