viernes, 28 de septiembre de 2012

Guerra y Paz
Barómetro Internacional
Tiempo confuso el nuestro, donde los extremos se funden. Dilucidar sus contradicciones es obligatorio para empezar a salir del círculo vicioso a que nos condena la etapa actual del sistema capitalista.
Guerra y paz.
 
He aquí un binomio que sirvió de título a una de las obras más eminentes de la literatura rusa y universal. Pero hoy esos términos se confunden: no hay paz, ni guerra declarada tampoco. En su lugar tenemos un revoltijo de horrores a los que, paradójicamente, se designa como lucha por la libertad, por la democracia, por los derechos humanos y por la autodeterminación de las minorías. Las guerras –se dice– se hacen para preservar la paz y no son guerras sino “operaciones humanitarias”…
Vivimos en el reino del oxímorón
Los protagonistas activos de esta puesta en escena y sus principales responsables son las grandes potencias de occidente. Estados Unidos y los países que le están asociados en la OTAN, se han enancado en el derrumbe del comunismo para montar un ensayo de hegemonía global. En pocos años esta conjunción ha suscitado guerras en los Balcanes, en Irak, en Afganistán, en Libia y en Siria, para no hablar de los conflictos fogoneados por esa misma coalición de fuerzas en el Cáucaso y en las profundidades del África, y de las maniobras de desestabilización que cumplen contra países latinoamericanos; maniobras, estas, que por ahora prolongan en tono menor los acontecimientos que hubo de padecer nuestra América en la época de lo que se solió llamar la “diplomacia de las cañoneras” y en la era brutal de la “guerra sucia”.
Rasgo distintivo del período que estamos viviendo es la abolición de la política y el retorno a la fuerza bruta y a la militarización de las relaciones internacionales. Cuando Donald Rumsfeld y toda una variedad de planificadores de la Casa Blanca y el Pentágono amenazan a los gobiernos o a los déspotas que no se pliegan a su diktat con “devolverlos a la edad de las cavernas”, no están sino sincerando su propia naturaleza. No se trata ya de derrotar a un enemigo para imponerle la propia voluntad –pero admitiendo que el “otro” es un semejante con el cual se ha de seguir conviviendo después de la batalla– sino de borrarlo de la superficie de la tierra; de cancelarlo como esperanza de futuro.
El objetivo de esta práctica es fundar el sistema hegemónico global que asegure el “libre mercado”. Esta es una deriva muy peligrosa, pues hay otras potencias (las del BRIC, por ejemplo) que no se sienten atraídas por esa posibilidad. Pero, de momento, la actividad del conglomerado occidental no se para ante nada y se ejerce libremente sobre enemigos que, para la escala tecnológica en que en la actualidad se dirimen los conflictos, se encuentran inermes. La única forma en que pueden oponerse los países o culturas agredidas es a través de la guerrilla y el terrorismo. Pero, librada a sus solas fuerzas, la guerrilla nunca ganó una guerra seria, a menos que creciera hasta transformarse en una fuerza convencional, capaz de librar batallas regulares(1), y el terrorismo por sí solo concita resistencias y repulsas que terminan condenándolo, cuando no convirtiéndolo en un muñeco de paja y en el agente provocador de fuerzas que lo manipulan entre bastidores.
De modo que occidente se inclina hoy sobre los países a los que desea sacar del juego con la frialdad de un gángster que se sabe impune. Bombardea, divide, fomenta discordias intestinas en nombre de los derechos de las minorías, para crear un espacio económico donde sea posible crear una estructura que responda a sus expectativas. De los infelices que sobreviven a su atención y luego quedan librados a su suerte no se preocupa nadie. Y si no, obsérvese lo que ha sucedido en la ex Yugoslavia, en Irak o en Libia. Después la destrucción del estado de cosas anterior por medio de métodos “quirúrgicos” (bombas “inteligentes”, drones, etc.) en ciertos casos llegan algunos cascos azules para salvar las apariencias, o se conforman fuerzas locales que han de mantener una ficción de orden; pero en el terreno “pacificado” y “democratizado”, las rencillas intestinas reafloran más violentas que nunca, pues ya no existe el Estado que hasta ese momento de alguna manera las moderaba.
Es el retorno, agravado por la hipocresía, a las prácticas coloniales de los siglos 16, 17, 18 y 19. Los agresores y rapiñadores se presentan bajo las vestes de los protectores y civilizadores. En vez de la cruz de Cristo ponen como mascarón de proa a las Naciones Unidas, en cuyas aulas resuenan las palabras como dentro de una cáscara vacía, y luego van a sus negocios como si tal cosa. Confiados en su poderío mediático fingen que buscan la recuperación de democracia en Siria, Libia, etc.,… apelando a las bandas salafistas que representan los más reaccionario del Islam profundo, por completo alejado del nacionalismo laico y modernizador de los movimientos árabes que siguieron a la segunda guerra mundial. La guerra y la paz han perdido, entonces, su sentido. O, mejor dicho, lo encuentran en una confrontación que sólo puede tener una salida: el aniquilamiento y la servidumbre del vencido hasta el punto de que este pierda hasta la noción de su propia existencia.
En el mejor de los casos, la única esperanza de cambio que subsiste está dada por el mismo desprecio que el capitalismo salvaje nutre por todo lo que es ajeno a él. Esta falta de empatía para con nadie lo empuja a la beligerancia incluso contra la población de las potencias en donde anida. El ajuste implacable que la economía financierizada aplica en los mismos centros del poder global, puede llegar a movilizar a las masas de gente que están perdiendo lo duramente ganado a lo largo de generaciones y esto, conjugado a una crisis en la lucha por el reparto del poder entre los bloques euroasiático y occidental, nos aproxima a una era de inestabilidad donde cualquier cosa podrá ocurrir. No sabemos si esto es o no auspicioso, pues de ese desorden puede salir cualquier cosa, pero es evidente que en ese rumbo andamos.
El bullir de agresividad belicista y la desaforada tergiversación mediática que la acompaña, es la consecuencia inmediata del derrumbe de la URSS, único contrapeso que existía contra la liberación de las potencialidades devastadoras del capitalismo salvaje. La URSS, como muchos de los “rogue states” que describe la propaganda norteamericana, era una construcción muy imperfecta, a la que podían reprochársele muchísimas cosas; pero se conformaba como una estructura dentro de la cual se verificaban desarrollos que podían alentar la evolución social, y suministraba un reparo donde poder gestarla. Todo esto voló en añicos cuando implosionó la Unión Soviética, se produjo su fragmentación y la ex nomenklatura se transformó en una burguesía mafiosa.
Un feo espejo en el cual mirarse
Nuestro tiempo es una réplica –aumentada y más sombría, si cabe– de los años 30, del juego de fuerzas que sirvió de prólogo a la segunda guerra mundial. En esa época existía sin embargo el temor al comunismo en el seno del sistema capitalista. La existencia de esa amenaza atemperó en las “democracias” de occidente el rigor de la explotación. Eran los años del New Deal en Estados Unidos y del Frente Popular en Francia. El activismo contrarrevolucionario le estaba asignado sobre todo a los fascismos, que debían operar como contrafuerte frente a la URSS y como eventual instrumento para su destrucción en tanto proyecto político–social alternativo al capitalismo. Pero ocurrió que el hitlerismo estaba inficionado por el tumulto de los tiempos y pronto se tornó imprevisible. El nazismo se proponía a sí mismo no sólo como un escudo para occidente, sino que pretendía para Alemania una posición hegemónica que las “democracias” imperialistas no querían consentirle. El resultado fue la guerra y la devastación de gran parte de Europa y de otros países del planeta.
Hoy los rasgos propios de la arrogancia y la locura del nacionalismo biológico del hitlerismo son condenados por la propaganda “democrática”, pero sin embargo están muy presentes en los procedimientos del sistema vigente, tanto en la referido a la brutalidad con que procede contra los objetivos designados para satisfacer su voluntad de dominio, como en lo que hace al cinismo de la manipulación mediática a la que apela para aturdir a la opinión, saturándola de idioteces y empastándole las neuronas para impedirle ver más allá de la cortina de humo que tiende ante sus ojos. En esta disgregación del buen sentido el problema del Estado y su función como elemento compensador de las contradicciones se erige como una cuestión capital.
El anonimato del poder y el problema del Estado
La clave para descifrar el problema del Estado moderno se desprende en gran medida del hecho de que este, al menos en las sociedades desarrolladas de occidente, no responde ya a la voluntad de una entidad social o personal responsable. Las monarquías absolutas o la burguesía producían partidos y figuras de poder que resultaban identificables y cuya gestión de los asuntos se resolvía en un impacto inmediato o mediato sobre los hechos. Había izquierdas y derechas. Hoy todos se confunden. En Estados Unidos, por ejemplo, las diferencias entre demócratas y republicanos son apenas cosméticas. Tal y como lo describía el ácido humor de Gore Vidal, allí el gobierno de una gran nación es ejercido por un solo partido provisto de dos alas derechas…
En los 30 y 40, sin hablar de los regímenes totalitarios como los encabezados por Hitler, Stalin, Mao, Mussolini o Franco, cuya voluntad dictaba la ley, pero que por eso mismo los hacía también el polo de atracción del el amor, el odio o el temor de sus gobernados, también las democracias occidentales solían disponer de figuras de relevancia, que orientaban –en la medida en que esto era posible–, el curso general de las cosas. Un Franklin Roosevelt fue esencial para paliar las consecuencias del crack económico del 29 y remontar la recesión, hasta encontrar en la segunda guerra mundial la oportunidad para abolir sus secuelas y llevar a Estados Unidos a su estatus de primera potencia mundial. Winston Churchill fue asimismo un personaje determinante para mantener a Gran Bretaña en la guerra en el momento más crítico de esta y, sin Charles de Gaulle, Francia no hubiera recuperado su rango después de la debacle de 1940. Adenauer y De Gasperi fueron fundamentales para levantar a Alemania y a Italia después del conflicto 39–45 y, en el marco de la revolución de las colonias y las semicolonias que siguió a este, personajes como Nasser, Vargas, Perón, Gaddafi, Castro y Ho Chi Minh fueron esenciales para marcar bien o mal el curso que tomaron las cosas en sus respectivos países.
Ahora el panorama es distinto. El capital anónimo, transnacionalizado y financierizado no controla nada, ni siquiera a sí mismo, y el Estado le resulta molesto , salvo, por supuesto, como instrumento dedicado a aplicar la fuerza a fin de obtener el cumplimiento riguroso de la normalización neoliberal. Esta exige la maximización de las ganancias y la acumulación del capital en circuitos cada vez más concentrados, en los cuales la automatización de las transacciones financieras es en la práctica casi instantánea.
Se abre así un espacio de una volatilidad extrema para el movimiento de los capitales y de todo lo que a ellos va atado. Un caso reciente ilustró sobre los peligros de esta situación. Las transacciones comerciales están cada vez más operadas en forma automática por máquinas “inteligentes” que procesan los datos provenientes de todo el mundo y reaccionan por sí mismas en una fracción de segundo frente a cualquier dato sensible. Un error producido en uno de esos artilugios electrónicos disparó un cálculo erróneo y todos los robots que lo recibieron se prendieron a él, iniciando una reacción en cadena que por un momento cortó el aliento a todos los brokers. Por suerte una decisión humana –creo que en la Bolsa de Chicago– decidió la suspensión de las operaciones por un breve lapso y las cosas volvieron a su cauce.
El capitalismo se está independizando, si no lo ha hecho ya, de toda autoridad reconocible. Por lo tanto ya no requiere de los gobiernos salvo para articular sus políticas de fuerza. No se propone construir nada, sino eternizar una dinámica que no tiene otro propósito que el “moto perpetuo”.
Defender al Estado
Es necesario defender al Estado allí donde subsiste como entidad provista de atribuciones para el control y la regulación de la economía, gobernándola con un sentido de responsabilidad social. De la cúspide del sistema global llueven consignas que los medios masivos de comunicación remachan con su discurso monocorde y constante: “achicar al Estado es agrandar al país”, “cuanto menos Estado hay, más crece la economía liberada de unas trabas que no tienen otra finalidad que la de “hacer caja”; “cuando la actividad privada colme sus beneficios estos se derramarán sobre el conjunto social”, etc. Pero estas son ofensas al sentido común que se propagan por ahí. Todos sabemos –o deberíamos saber– que esos beneficios superavitarios no llueven nunca, o que, si lo hacen, son el resultado de la explotación implacable del mundo periférico. Esto consiente la distribución de un mínimo excedente entre los sectores menos favorecidos de los países ricos. Pero ahora la transnacionalización de las empresas está acabando incluso con esa prebenda. La búsqueda de mano de obra barata está despoblando los suburbios industriales de EE.UU., por ejemplo, y volviendo a crear el ejército de reserva de desempleados a los que se puede acudir para hacerlos trabajar en condiciones deprimidas y cada vez más indignas.
Es el triunfo –provisorio– de la reacción rampante. Latinoamérica ha escapado hasta cierto punto de ese torno feroz, luego de padecerlo duramente. Pero los bolsones de resistencia que a partir de allí comenzaron a formarse en América Latina todavía deben fortalecerse mucho. Es necesario profundizar las medidas dirigidas a preservar los recursos naturales, fortificar la industria a fin de poder alcanzar al menos una relativa autarquía, integrándola con políticas exportadoras de commodities cuyo rédito no vaya a parar a las plazas financieras internacionales sino que se aplique en nuestros países; es preciso también combatir la infiltración de las políticas disruptoras del organismo nacional que a través de las ONG pretenden estimular el regionalismo étnico o confunden –deliberadamente – el federalismo con las tendencias a un secesionismo anárquico u oportunista. Y es indispensable coordinar todos estos esfuerzos en una plataforma geográfica regional que sea capaz de competir en el mundo o al menos de atrincherarse dentro de su propio espacio. Un espacio por cierto bendecido por la naturaleza, propenso al mestizaje racial, homogéneo culturalmente y provisto de grandes superficies aun vacías, capaces de albergar a millones de nuevos habitantes. Pero el desequilibrio entre sus partes, más la atracción centrífuga que ejerce el imperialismo, hacen de la integración una tarea difícil para la que no bastan ni los discursos generosos ni la retórica oportunista.
La realidad es híper dinámica. Más que nunca lo es hoy, cuando los ingenios electrónicos dan a luz mil nuevas aplicaciones por minuto y el último modelo de artefacto inteligente puede quedar obsoleto en cuestión de días. Las paradojas y contradicciones que pueblan el mundo no se agotan en este breve resumen. Tratar de comprenderlas insertándolas en el cuadro general de nuestra evolución histórica es, sin embargo, el mejor método para no dejarse vencer por ellas.
Enrique Lacolla. Escritor, periodista y docente. Desde 1962 a 1975 miembro de los Servicios de Radio y Televisión de la Universidad Nacional de Córdoba.
Nota
1) La guerrilla cubana se impuso no a un ejército sino a la guardia pretoriana de Batista, y la carrera de Mao, como la de Ho Chi Minh, se fincó en la transformación de sus formaciones irregulares en un ejército en el pleno sentido de la palabra, con su logística, sus divisiones y su artillería. Algo parecido sucedió en la ex Yugoslavia, pero en este caso Tito contó con la ayuda del Ejército Rojo para terminar de expulsar a los alemanes de su tierra.
Blog del autor: http://www.enriquelacolla.com

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