José Martí y Ernesto Che Guevara: en la redención americana de hoy
Introducción
A 160 años del natalicio de José Martí acercarnos a su ensayo «Nuestra América», escrito en circunstancias muy particulares dentro su prolongada estancia en los Estados Unidos e inmerso en su afán por alcanzar la independencia de Cuba, representa, sin dudas, la expresión más nítida de un pensamiento que no solo se construye literalmente con un estilo depurado y propio, sino que es expresión, también, de dimensiones que sobrepasan a su época y contextos, siempre presentes en el devenir latinoamericano y en el aliento vital y renovador con que nuestros pueblos han de luchar para conquistar y hacer realidad, como expresara Cintio Vitier, «los fantasmas de la redención americana».
Estos análisis se inscriben dentro de un pensamiento social radical de nuestro continente, precursor junto con nuestros próceres de la independencia, de proyecciones que apuntan a defender conceptos y actuaciones que nunca se han logrado alcanzar, a pesar de una historia común en las que sobresalen páginas gloriosas de lucha, pero que en incontables ocasiones no han podido sobrepasar más allá de sus circunstancias. Es un mérito indiscutible de Martí, el que desde la visión independentista mirara más allá y reflexionara en torno a elementos claves, para obtener lo que sabía indispensable, la soberanía de nuestras repúblicas con un sentido diferente y donde primara la fuerza y dignidad del hombre americano, como el portador de la plena liberación, que en su caso era definitorio del hombre múltiple y de su identidad: cultura y participación comprometida en lo político y en lo social, sin dejar de considerar lo económico dentro de esa sumatoria de factores.
En este afán por reconocer y reconocerse en el hombre americano, supo advertir no solo el crisol de sus cualidades por desarrollar, sino sobre todo el compromiso ético que debía primar en sus acciones para enfrentar el poder --que sentía omnímodo--, de la nación del norte y sus pretensiones de dominación total en nuestras repúblicas nacientes. Representa uno de los ejes esenciales de «Nuestra América», pero no el único, porque su larga estancia en los Estados Unidos contribuyó a una mirada abarcadora, en los que supo apreciar el impulso interior de su desarrollo económico y cultural, pero también las limitaciones particulares que hacían de sus ciudadanos hombres egoístas y desprovistos de gestos de hermanamiento y solidaridad, por lo que auguraba un futuro prominente pero a la vez depredador y avasallador con los más débiles de su entorno, los que en esos tiempos se encontraban delineando su provenir como nación después de las luchas por alcanzar la independencia.
Para el vecino del norte, nuestros países eran considerados bárbaros, incultos pero, para su mal, con enormes recursos materiales codiciados por ellos. Ya se sentían capaces de ejercer un dominio imperial a escala expansiva y, nada más oportuno, que en su patio trasero. Este fenómeno de expansión imperialista y sus rasgos distintivos constituyen en el pensamiento martiano una visión superior de su época, interpretada como profética por algunos, pero que, si se estudia analíticamente, resume la expresión de un pensamiento político latinoamericano que conforma las bases de una modernidad que se entronca con lo más avanzado, coherente y actual de nuestra intelectualidad en el plano de la teoría social.
De esa forma, muy sucinta, se puede resaltar la contemporaneidad intrínseca de «Nuestra América», al extenderse su presencia en las propuestas de cambio que se sustentan hoy en la región, donde se incluyen ejes que van desde el compromiso por recuperar la plena identidad del hombre americano en su diversidad y también en su unidad, como base primaria para entender las formas y los modos propios de cómo obtener la plena independencia que fuera cercenada por la nación del norte y por coyunturas propias. En esos espacios se ubican corrientes y tendencias en las que se cruzan posiciones más radicales y de izquierda con las más conservadoras, con la necesidad imperiosa de construir no solo el proyecto de nación que cada país debe y requiere hacer, sino esencialmente para pensar en el compromiso de un nuevo siglo y milenio que nos obliga a diseñar espacios superiores donde los ejes de poder político, la hegemonía, la soberanía y la plena identidad sean las fuerzas dominantes y contrastantes para enfrentar de una vez por todas al «gigante de las siete leguas».
En esa escala superior, la historia reciente de América Latina registra un hecho sustancial cuyo significado llegó a trascender fronteras, que no es otro que el triunfo de la Revolución cubana en enero de 1959. Resulta muy propio de este proceso la unión de tendencias y proyecciones en las que se suman lo más autóctono de nuestro pensamiento revolucionario, donde, por supuesto, Martí alcanza un lugar cimero, definido por Fidel Castro, líder de la Revolución, como el autor intelectual del Movimiento 26 de julio y por consiguiente del proceso radical y de total transformación que se proponía ejecutar en el proyecto de nación a reconstruir. Es importante advertir que en el proceso cubano desarrollado en la segunda mitad del siglo XX no solo estuvieran presentes los presupuestos conceptuales martianos sino que estuvieran imbricados en ellos el pensamiento marxista dentro de su ideario, lo que en nuestro caso no significó una ruptura diacrónica, porque aun cuando Martí y su filosofía no pertenece a esa línea de pensamiento, sus concepciones políticas y sociales se sitúan en lo más sobresaliente y actual de las aspiraciones libertarias de Cuba y América y le dan un verdadero sentido a su contemporaneidad.
Dentro del pensamiento revolucionario que distingue a la Revolución cubana, el ejercicio de una praxis política consecuente con el ideal martiano y marxista, postulado en momentos cumbres como en el preludio de la invasión mercenaria en abril de 1961, donde se declara el carácter socialista de la Revolución, junto con Fidel y como parte de nuestra vanguardia revolucionaria, se distingue de modo particular el pensamiento creador y la acción práctica de Ernesto Che Guevara, expresión de esa simbiosis, al articular de forma natural el pensamiento filosófico y revolucionario de Marx y del marxismo latinoamericano con el pensamiento radical cubano, condensado en el pensamiento martiano.
El paralelismo entre Martí y el Che puede establecerse desde diferentes ángulos e incluso visiones para demostrar la verticalidad de construcciones teóricas y posiciones prácticas, que aun cuando diverjan en fundamentos filosóficos aparenciales o no, encuentran propósitos y similitudes que los acercan y unen. La trascendencia y contemporaneidad, además de probar lo expresado en cuanto a su quehacer teórico en función de una práctica revolucionaria acorde con su época y circunstancias, se distinguen por la unidad común en cuanto a proyección de cambio y de futuro, lo que otorga un sentido de universalidad a posturas y definiciones que se engarzan, en lo global, con la necesidad de una mirada transformadora y de compromiso del mundo, y en lo particular, con el renacimiento de una verdadera América Nuestra.
Pudiera parecer casual o un mero ejercicio académico, la similitud de propósitos y líneas conceptuales en trabajos emblemáticos de Martí y Che, como los ensayos «Nuestra América» y «El socialismo y el hombre en Cuba», aunque no los únicos. Se identifican procesos de búsqueda, propuestas de tesis y como solución la lucha revolucionaria para propiciar los cambios que se interrelacionan sobre bases comunes: el hombre como portador de los cambios y sujeto activo, la ética como soporte indispensable para construir proyectos emancipatorios y de expresión popular y la identificación de la existencia de un eje distorsionador en la región, como lo ha sido y es los Estados Unidos.
Es el hombre sujeto portador u objeto subordinado de esos procesos, en dependencia de su propia evolución, producto de violentos enfrentamientos en aras de alcanzar poderes superiores, traducidos en pensamientos que se sitúan en pro o en contra de esas posiciones. En el transcurso de esas fases, la interrelación entre sujeto y ética conforma un binomio singular, porque muchas veces no se ha sabido o querido expresar su verdadero sentido y necesidad como elementos sustanciales en el momento de percibir los cambios y las transformaciones exigidas. La usurpación del papel sustancial que le corresponde desempeñar al hombre en la sociedad es limitada por poderes omnímodos, convertidos en sus representantes absolutos sin advertir que por fuerza bruta o por vías más dúctiles, sin la acción del hombre no se puede alcanzar propósito alguno.
En Martí, hombre de su tiempo y de raigambre americana, que aprehendió de las fuentes nutricias de la independencia y que vio crecer a ese hombre americano, sujeto-actor de ese proceso, muchas veces mancillado y olvidado, se encuentra presente no solo la defensa a ultranza de ese hombre, sino sobre todo el destacar su estirpe de raza, portador de una cultura autóctona y de una voluntad puesta a prueba en circunstancias crueles y despiadadas, como lo fue la conquista y la colonización.
Para Martí, el camino hacia escalones superiores por parte de nuestros pueblos, debía centrarse en el crecimiento espiritual y cultural de ese hombre ingenuo e ignorado, enfatizando que esa obra era y es de todos, porque solo así se podrá construir y alcanzar una América propia. En esa razón, se erige como una necesidad imperiosa otorgar a la ética un papel rector para establecer el verdadero sentido a los pueblos que renacen de la barbarie, para que aprendan con sentido de equidad a construir naciones emancipadas y de hombres libres y plenos, defensores de sus intereses ante la depredación de poderes foráneos, como siempre lo fueron los Estados Unidos, advertido no solo por Martí, sino por el propio Bolívar y otros próceres de Nuestra América.
A pesar de esas advertencias, explícitas y preclaras en «Nuestra América», el poder del norte se impuso con toda su fuerza despiadada, convertido en el yugo hegemónico de las repúblicas americanas. Así ha sido hasta el presente, aun cuando se ha avanzado y retrocedido a la vez y que ha habido hombres que, como Martí, han luchado por construir una América libre y soberana.
En Cuba hemos contado con un la presencia activa de Fidel y el Che, convertidos, además, en referente de los pueblos que han abogado por cambios profundos, portadores, el primero, de un proyecto de liberación total para su pueblo, y el segundo, no solo parte de ese proyecto, sino también diseñador y actor de un proyecto de cambio que abarcara la América toda y donde estuvieran presentes rasgos y signos distintivos del proceso cubano, pero sin calco ni copia como expusiera Mariátegui en su tiempo, con el objetivo supremo de otorgarle al hombre americano el verdadero papel que le corresponde en estos tiempos, hechos a golpe de acción y en la búsqueda de una ética superior que los conduzca por el camino de la solidaridad y la unidad como los ejes particulares capaces de nuclear el espíritu latinoamericano que, como Gran Semí, regó por las naciones del continente y que conforman, a no dudar, los preceptos que distinguen a los gobiernos más progresistas del continente.
El Che, hombre de acción y de pensamiento, comprendió plenamente la esencia humanista del marxismo y que, de forma incipiente, se construye a partir de los viajes que realizara en su juventud por el continente. La solidaridad y el espíritu de compromiso con los desposeídos fueron sus primeros componentes, seguido por su decisión de luchar al comprender que solo mediante esa acción directa el hombre puede alcanzar su máxima plenitud, basado sustancialmente en el principio marxista de resaltar el factor subjetivo como el actor principal de todo proceso revolucionario y dueño de su destino histórico, que para el Che no era otro que el socialismo. Como advierte ese es un proceso en extremo complejo y difícil, donde se puede contemplar desde su surgimiento «al hombre nuevo que va naciendo. Su imagen no está todavía acabada […]. Lo importante es que los hombres van adquiriendo cada día más conciencia de la necesidad de su incorporación a la sociedad y, al mismo tiempo, de su importancia como motores de la misma […]. El camino es largo y desconocido en parte; conocemos nuestras limitaciones. Haremos el hombre del siglo XXI: nosotros mismos.»i
El punto de partida y su posterior evolución transita con el propio acontecer de la Revolución cubana. Esa mirada, en la que se vislumbra un futuro alternativo a la barbarie capitalista desde el pleno ejercicio del poder mismo, refleja una visión integradora de un nuevo tipo de sociedad a alcanzar en lo intelectual y moral y que debe pasar por la conquista gradual de la igualdad, la justicia social, la plena dignidad humana y la defensa de los derechos humanos como verdadero contenido moral de la política, los que representan indicadores de una validez incuestionable para los movimientos sociales de mayor o menor radicalidad.
Tanto en Martí como en el Che sobresale una ética política que se destaca en lo teórico y en lo práctico por actuaciones y pensamientos, que colocan al sujeto como centro rector de una visión y compromiso consigo mismo y a la vez con su entorno, capaz de concientizar tanto en su accionar individual como en la toma de conciencia del accionar colectivo, en aras de superarse a sí mismo para construir una proyección cualitativamente superior que dignifique la solidaridad y la dignidad plena del hombre y que pudiera centrarse en una tesis sustancial: La interrelación entre pensamiento y acción representan el centro de sus acciones, expresadas en un espíritu de compromiso con el sujeto como eje primordial de todo proceso de cambio que aspire a un mundo mejor y que, en sus casos, transitó a lo largo de sus vidas, cuyo ciclo culmina con su entrega sin límites, haciendo cierta el apotegma martiano de que, «nadie tiene el derecho de dormir tranquilo mientras haya un hombre infeliz…» ii
Para Martí, quien postula como primer elemento que el problema de la independencia no era un cambio de formas, sino un cambio de espíritu y donde advierte, además, que «urge decir, porque es la verdad, que ha llegado para la América española la hora de declarar su segunda independencia»,iii es lógico entender su concepción precisa acerca del camino que debía seguir la política y la estrategia a seguir en nuestras naciones. Cuando define que en la política, lo real es lo que no se ve y que es el arte de combinar, para el bienestar creciente interior, los factores diversos u opuestos de un país, y de salvar al país de la enemistad abierta o la amistad codiciosa de los demás pueblos, están presentes argumentos pensados y expuestos teniendo en cuenta su vasta experiencia y conocimiento directo de los Estados Unidos y el significado de su amenaza permanente, realizando un retrato fiel de su composición y estructura, al haber sido criado en la esperanza de su dominación continental; en el ansia de mercados de sus industrias pletóricas y en la ocasión de imponer a naciones lejanas y a vecinos débiles su protectorado, como característica de su ambición política, rapaz y atrevida.
En ello encuentra razones suficientes para mirar, desde la independencia real no alcanzada aun, el peligro de la dominación de un pueblo que mira con codicia a los pueblos menores. Con visión íntegra precisó que si dos naciones no tienen intereses comunes no pueden juntarse, porque «si se juntan chocan». Quedan pendientes hoy las advertencias martianas cuando llamaba a inquirir sobre cuáles eran las fuerzas políticas del país que convidaba y los intereses de los partidos y de sus hombres, además de insistir en la necesidad de indagar e investigar a qué unión nos convocaban, porque de lo contrario haría mal a América en seguirlos.
Dentro de ese contexto, algunos de los postulados expuestos por el Che en sus escritos y discursos en torno a la forma clara y precisa de abordar el tema de la soberanía y cuyos ejes esenciales estaban conformados por la obtención de la soberanía política primero y la independencia económica después, representan ópticas de significados y propósitos idénticos, más allá de circunstancias y coyunturas concretas que las particularizan.
La visión esclarecedora que sostuvo el Che al analizar la expansión del capitalismo y del imperialismo como su línea central dentro de una relación específica de un poder político diseñado para ello y, donde lo social y lo político intervienen en toda su contradicción, por ser expresión intrínseca del imperialismo como fenómeno histórico, se conjuga con lo advertido por Martí.
La interrelación de ambas visiones deviene paradigmática, porque forman parte de dimensiones similares, unidas en análisis complementarios, capaces de demostrar la validez de un pensamiento y una práctica revolucionarias que partieran de un análisis crítico del imperialismo combinado con un involucramiento activo en lo personal, con la presencia muy propia de combinar la práctica política con la ética en un compromiso que los distinguió en toda su trayectoria.
Con mirada actual, la expresión martiana de que lo primero en política es aclarar, prever y alertar a América sobre el vecino rapaz y ambicioso en la batalla que se preparan a librar con el resto del mundo, se une la centralidad del Che de destacar la interrelación entre imperialismo y revolución, el papel de la acción humana para enfrentar el fenómeno imperialista y la profundización de las desigualdades , que de manera constante mina la capacidad de las naciones para actuar, porque como dijera Martí «sobre serpientes, ¿quién levanta pueblos?»iv
La batalla advertida por Martí muy a tiempo y de innegable solidez y vigencia, fue asumida en su momento por el Che dentro de un camino más complejo y violento, que lo llevan a una lucha directa para enfrentar esa fuerza mayor que definiera en el «Mensaje a la Tricontinental»: «Toda nuestra acción es un grito de guerra contra el imperialismo y un clamor por la unidad de los pueblos contra el gran enemigo del género humano: los Estados Unidos de Norteamérica»v y que solo con la conjunción de fuerzas sociales y políticas unidas se podrá alcanzar un pleno proceso de liberación humana.
Es sabido que las acciones y percepciones acerca de cómo obtener caminos comunes y dignos obedecen, en ocasiones, a circunstancias y coyunturas muy particulares, de no poca importancia en cualquier análisis que se necesite hacer para interpretar o juzgar una etapa o período de la historia, lo que sin dudas representa una singularidad pero también contribuye a una profundización de fenómenos que por su relieve e importancia pertenecen al todo imaginario de nuestras culturas y a los modos de abordar nuestras realidades y posibles soluciones.
Pasado los años, hemos transitado por un bicentenario independentista, expresión de luces y sombras, pero singularmente conformado por caminos similares aunque no idénticos en sus particularidades. Se observan alternativas diversas no solo en los modos de repensar nuestra realidad, sino sobre todo en los modos de accionar con la misma, incluyendo las que por diferentes modos, circunstancias y maneras no se avienen o no corresponden a los momentos actuales. Aun cuando el binomio imperialismo-revolución pase por gradaciones y manera de asumirlo, lo real es que se mantienen como un par indivisible aunque los tiempos obliguen a replantear su comportamiento, centrado esencialmente en los nuevos paradigmas en los que intervengan con un sentido más participativo, de igualdad, solidaridad y pleno cambio con su pleno sentido revolucionario, si en verdad deseamos hacer realidad el precepto martiano expresado en «Nuestra América» de: «…injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas…»vii
En la raíz de nuestros paradigmas, y como exigencia mayor, se erige como un monolito el llamado de Martí en ese prédica permanente por hacer de nuestras repúblicas un todo indivisible para su propia defensa y desarrollo, la presencia de Bolívar: «…así está en el cielo de América, vigilante y ceñudo, sentado aún en la roca de crear, con el inca al lado y el haz de banderas a los pies; así está él calzadas aún las botas de campaña, porque lo que él no dejó hecho, sin hacer está hoy; porque Bolívar tiene que hacer en América todavía…»viii
Esa voluntad de hacer está aun por conquistar porque a través de la independencia real es que se logra «el equilibrio del mundo». Ese equilibrio del mundo invocado por Martí es una sentencia vital en nuestros tiempos de nuevo siglo y nuevo milenio, cuando se habla de un mundo global, pero excluible para la mayoría y que nos conmina a un análisis reflexivo que permita acercarnos, de modo inobjetable, a lo expuesto por el Che en múltiples análisis, cuando articuló una visión transformadora revolucionaria, popular y orgánica a la vez, de lo nacional, incluyendo, además, su carácter internacionalista y solidario.
Para el Che su teoría revolucionaria del cambio social y su estrategia política se sustenta en el principio de alcanzar un proyecto de liberación nacional socialista, donde se destaca el aspecto activo de la política en su carácter emancipatorio y liberador de la fuerza hegemónica del poder centrado en el imperialismo norteamericano. Tanto Martí como el Che pudieron analizar la esencia de los centros de poder del capitalismo, para el primero, los análisis que en su tiempo realizara sobre esas proyecciones, expuestas en sus escritos sobre la Conferencia Monetaria efectuada en Nueva York en 1889, y para el Che sus tesis tercermundistas, sobresalen por su extraordinaria capacidad analítica y su extraordinaria visión de futuro, las que mantienen la esencia de sus fundamentos.
La dimensión teórica y práctica de esas tesis del Che permiten acentuar, en los movimientos populares, la búsqueda en la revolución de un proceso de emancipación de los individuos como una estrategia válida para cualquier movimiento socialista. Es por ello, que tanto en Martí como en el Che sobresalen sus orientaciones acerca de la lucha contra las desigualdades y dependencias entre las naciones, como consecuencia de la hegemonía instrumentada en el mundo por poderes omnímodos, con predominio de un profundo contenido moral capaz de rescatar un pasado común y la recuperación histórica entre la cultura y la política en la obtención de un poder global para todos, con un desarrollo que trace como objetivo el poder avanzar por un camino propio y crear un modelo integral de solidaridad y ética para todos.
En el caso de América la proyección martiana queda como tesis pendiente a alcanzar y como guía señera para la acción : «¿A dónde va la América, y quien la junta y la guía? Sola, y como un pueblo, se levanta. Sola pelea. Vencerá sola.»ix
A 160 años del natalicio de José Martí acercarnos a su ensayo «Nuestra América», escrito en circunstancias muy particulares dentro su prolongada estancia en los Estados Unidos e inmerso en su afán por alcanzar la independencia de Cuba, representa, sin dudas, la expresión más nítida de un pensamiento que no solo se construye literalmente con un estilo depurado y propio, sino que es expresión, también, de dimensiones que sobrepasan a su época y contextos, siempre presentes en el devenir latinoamericano y en el aliento vital y renovador con que nuestros pueblos han de luchar para conquistar y hacer realidad, como expresara Cintio Vitier, «los fantasmas de la redención americana».
Estos análisis se inscriben dentro de un pensamiento social radical de nuestro continente, precursor junto con nuestros próceres de la independencia, de proyecciones que apuntan a defender conceptos y actuaciones que nunca se han logrado alcanzar, a pesar de una historia común en las que sobresalen páginas gloriosas de lucha, pero que en incontables ocasiones no han podido sobrepasar más allá de sus circunstancias. Es un mérito indiscutible de Martí, el que desde la visión independentista mirara más allá y reflexionara en torno a elementos claves, para obtener lo que sabía indispensable, la soberanía de nuestras repúblicas con un sentido diferente y donde primara la fuerza y dignidad del hombre americano, como el portador de la plena liberación, que en su caso era definitorio del hombre múltiple y de su identidad: cultura y participación comprometida en lo político y en lo social, sin dejar de considerar lo económico dentro de esa sumatoria de factores.
En este afán por reconocer y reconocerse en el hombre americano, supo advertir no solo el crisol de sus cualidades por desarrollar, sino sobre todo el compromiso ético que debía primar en sus acciones para enfrentar el poder --que sentía omnímodo--, de la nación del norte y sus pretensiones de dominación total en nuestras repúblicas nacientes. Representa uno de los ejes esenciales de «Nuestra América», pero no el único, porque su larga estancia en los Estados Unidos contribuyó a una mirada abarcadora, en los que supo apreciar el impulso interior de su desarrollo económico y cultural, pero también las limitaciones particulares que hacían de sus ciudadanos hombres egoístas y desprovistos de gestos de hermanamiento y solidaridad, por lo que auguraba un futuro prominente pero a la vez depredador y avasallador con los más débiles de su entorno, los que en esos tiempos se encontraban delineando su provenir como nación después de las luchas por alcanzar la independencia.
Para el vecino del norte, nuestros países eran considerados bárbaros, incultos pero, para su mal, con enormes recursos materiales codiciados por ellos. Ya se sentían capaces de ejercer un dominio imperial a escala expansiva y, nada más oportuno, que en su patio trasero. Este fenómeno de expansión imperialista y sus rasgos distintivos constituyen en el pensamiento martiano una visión superior de su época, interpretada como profética por algunos, pero que, si se estudia analíticamente, resume la expresión de un pensamiento político latinoamericano que conforma las bases de una modernidad que se entronca con lo más avanzado, coherente y actual de nuestra intelectualidad en el plano de la teoría social.
De esa forma, muy sucinta, se puede resaltar la contemporaneidad intrínseca de «Nuestra América», al extenderse su presencia en las propuestas de cambio que se sustentan hoy en la región, donde se incluyen ejes que van desde el compromiso por recuperar la plena identidad del hombre americano en su diversidad y también en su unidad, como base primaria para entender las formas y los modos propios de cómo obtener la plena independencia que fuera cercenada por la nación del norte y por coyunturas propias. En esos espacios se ubican corrientes y tendencias en las que se cruzan posiciones más radicales y de izquierda con las más conservadoras, con la necesidad imperiosa de construir no solo el proyecto de nación que cada país debe y requiere hacer, sino esencialmente para pensar en el compromiso de un nuevo siglo y milenio que nos obliga a diseñar espacios superiores donde los ejes de poder político, la hegemonía, la soberanía y la plena identidad sean las fuerzas dominantes y contrastantes para enfrentar de una vez por todas al «gigante de las siete leguas».
En esa escala superior, la historia reciente de América Latina registra un hecho sustancial cuyo significado llegó a trascender fronteras, que no es otro que el triunfo de la Revolución cubana en enero de 1959. Resulta muy propio de este proceso la unión de tendencias y proyecciones en las que se suman lo más autóctono de nuestro pensamiento revolucionario, donde, por supuesto, Martí alcanza un lugar cimero, definido por Fidel Castro, líder de la Revolución, como el autor intelectual del Movimiento 26 de julio y por consiguiente del proceso radical y de total transformación que se proponía ejecutar en el proyecto de nación a reconstruir. Es importante advertir que en el proceso cubano desarrollado en la segunda mitad del siglo XX no solo estuvieran presentes los presupuestos conceptuales martianos sino que estuvieran imbricados en ellos el pensamiento marxista dentro de su ideario, lo que en nuestro caso no significó una ruptura diacrónica, porque aun cuando Martí y su filosofía no pertenece a esa línea de pensamiento, sus concepciones políticas y sociales se sitúan en lo más sobresaliente y actual de las aspiraciones libertarias de Cuba y América y le dan un verdadero sentido a su contemporaneidad.
Dentro del pensamiento revolucionario que distingue a la Revolución cubana, el ejercicio de una praxis política consecuente con el ideal martiano y marxista, postulado en momentos cumbres como en el preludio de la invasión mercenaria en abril de 1961, donde se declara el carácter socialista de la Revolución, junto con Fidel y como parte de nuestra vanguardia revolucionaria, se distingue de modo particular el pensamiento creador y la acción práctica de Ernesto Che Guevara, expresión de esa simbiosis, al articular de forma natural el pensamiento filosófico y revolucionario de Marx y del marxismo latinoamericano con el pensamiento radical cubano, condensado en el pensamiento martiano.
El paralelismo entre Martí y el Che puede establecerse desde diferentes ángulos e incluso visiones para demostrar la verticalidad de construcciones teóricas y posiciones prácticas, que aun cuando diverjan en fundamentos filosóficos aparenciales o no, encuentran propósitos y similitudes que los acercan y unen. La trascendencia y contemporaneidad, además de probar lo expresado en cuanto a su quehacer teórico en función de una práctica revolucionaria acorde con su época y circunstancias, se distinguen por la unidad común en cuanto a proyección de cambio y de futuro, lo que otorga un sentido de universalidad a posturas y definiciones que se engarzan, en lo global, con la necesidad de una mirada transformadora y de compromiso del mundo, y en lo particular, con el renacimiento de una verdadera América Nuestra.
Pudiera parecer casual o un mero ejercicio académico, la similitud de propósitos y líneas conceptuales en trabajos emblemáticos de Martí y Che, como los ensayos «Nuestra América» y «El socialismo y el hombre en Cuba», aunque no los únicos. Se identifican procesos de búsqueda, propuestas de tesis y como solución la lucha revolucionaria para propiciar los cambios que se interrelacionan sobre bases comunes: el hombre como portador de los cambios y sujeto activo, la ética como soporte indispensable para construir proyectos emancipatorios y de expresión popular y la identificación de la existencia de un eje distorsionador en la región, como lo ha sido y es los Estados Unidos.
- El sujeto americano: emancipación y liberación política
Es el hombre sujeto portador u objeto subordinado de esos procesos, en dependencia de su propia evolución, producto de violentos enfrentamientos en aras de alcanzar poderes superiores, traducidos en pensamientos que se sitúan en pro o en contra de esas posiciones. En el transcurso de esas fases, la interrelación entre sujeto y ética conforma un binomio singular, porque muchas veces no se ha sabido o querido expresar su verdadero sentido y necesidad como elementos sustanciales en el momento de percibir los cambios y las transformaciones exigidas. La usurpación del papel sustancial que le corresponde desempeñar al hombre en la sociedad es limitada por poderes omnímodos, convertidos en sus representantes absolutos sin advertir que por fuerza bruta o por vías más dúctiles, sin la acción del hombre no se puede alcanzar propósito alguno.
En Martí, hombre de su tiempo y de raigambre americana, que aprehendió de las fuentes nutricias de la independencia y que vio crecer a ese hombre americano, sujeto-actor de ese proceso, muchas veces mancillado y olvidado, se encuentra presente no solo la defensa a ultranza de ese hombre, sino sobre todo el destacar su estirpe de raza, portador de una cultura autóctona y de una voluntad puesta a prueba en circunstancias crueles y despiadadas, como lo fue la conquista y la colonización.
Para Martí, el camino hacia escalones superiores por parte de nuestros pueblos, debía centrarse en el crecimiento espiritual y cultural de ese hombre ingenuo e ignorado, enfatizando que esa obra era y es de todos, porque solo así se podrá construir y alcanzar una América propia. En esa razón, se erige como una necesidad imperiosa otorgar a la ética un papel rector para establecer el verdadero sentido a los pueblos que renacen de la barbarie, para que aprendan con sentido de equidad a construir naciones emancipadas y de hombres libres y plenos, defensores de sus intereses ante la depredación de poderes foráneos, como siempre lo fueron los Estados Unidos, advertido no solo por Martí, sino por el propio Bolívar y otros próceres de Nuestra América.
A pesar de esas advertencias, explícitas y preclaras en «Nuestra América», el poder del norte se impuso con toda su fuerza despiadada, convertido en el yugo hegemónico de las repúblicas americanas. Así ha sido hasta el presente, aun cuando se ha avanzado y retrocedido a la vez y que ha habido hombres que, como Martí, han luchado por construir una América libre y soberana.
En Cuba hemos contado con un la presencia activa de Fidel y el Che, convertidos, además, en referente de los pueblos que han abogado por cambios profundos, portadores, el primero, de un proyecto de liberación total para su pueblo, y el segundo, no solo parte de ese proyecto, sino también diseñador y actor de un proyecto de cambio que abarcara la América toda y donde estuvieran presentes rasgos y signos distintivos del proceso cubano, pero sin calco ni copia como expusiera Mariátegui en su tiempo, con el objetivo supremo de otorgarle al hombre americano el verdadero papel que le corresponde en estos tiempos, hechos a golpe de acción y en la búsqueda de una ética superior que los conduzca por el camino de la solidaridad y la unidad como los ejes particulares capaces de nuclear el espíritu latinoamericano que, como Gran Semí, regó por las naciones del continente y que conforman, a no dudar, los preceptos que distinguen a los gobiernos más progresistas del continente.
El Che, hombre de acción y de pensamiento, comprendió plenamente la esencia humanista del marxismo y que, de forma incipiente, se construye a partir de los viajes que realizara en su juventud por el continente. La solidaridad y el espíritu de compromiso con los desposeídos fueron sus primeros componentes, seguido por su decisión de luchar al comprender que solo mediante esa acción directa el hombre puede alcanzar su máxima plenitud, basado sustancialmente en el principio marxista de resaltar el factor subjetivo como el actor principal de todo proceso revolucionario y dueño de su destino histórico, que para el Che no era otro que el socialismo. Como advierte ese es un proceso en extremo complejo y difícil, donde se puede contemplar desde su surgimiento «al hombre nuevo que va naciendo. Su imagen no está todavía acabada […]. Lo importante es que los hombres van adquiriendo cada día más conciencia de la necesidad de su incorporación a la sociedad y, al mismo tiempo, de su importancia como motores de la misma […]. El camino es largo y desconocido en parte; conocemos nuestras limitaciones. Haremos el hombre del siglo XXI: nosotros mismos.»i
El punto de partida y su posterior evolución transita con el propio acontecer de la Revolución cubana. Esa mirada, en la que se vislumbra un futuro alternativo a la barbarie capitalista desde el pleno ejercicio del poder mismo, refleja una visión integradora de un nuevo tipo de sociedad a alcanzar en lo intelectual y moral y que debe pasar por la conquista gradual de la igualdad, la justicia social, la plena dignidad humana y la defensa de los derechos humanos como verdadero contenido moral de la política, los que representan indicadores de una validez incuestionable para los movimientos sociales de mayor o menor radicalidad.
Tanto en Martí como en el Che sobresale una ética política que se destaca en lo teórico y en lo práctico por actuaciones y pensamientos, que colocan al sujeto como centro rector de una visión y compromiso consigo mismo y a la vez con su entorno, capaz de concientizar tanto en su accionar individual como en la toma de conciencia del accionar colectivo, en aras de superarse a sí mismo para construir una proyección cualitativamente superior que dignifique la solidaridad y la dignidad plena del hombre y que pudiera centrarse en una tesis sustancial: La interrelación entre pensamiento y acción representan el centro de sus acciones, expresadas en un espíritu de compromiso con el sujeto como eje primordial de todo proceso de cambio que aspire a un mundo mejor y que, en sus casos, transitó a lo largo de sus vidas, cuyo ciclo culmina con su entrega sin límites, haciendo cierta el apotegma martiano de que, «nadie tiene el derecho de dormir tranquilo mientras haya un hombre infeliz…» ii
- Poder político: dependencia y dominación vs independencia y soberanía
Para Martí, quien postula como primer elemento que el problema de la independencia no era un cambio de formas, sino un cambio de espíritu y donde advierte, además, que «urge decir, porque es la verdad, que ha llegado para la América española la hora de declarar su segunda independencia»,iii es lógico entender su concepción precisa acerca del camino que debía seguir la política y la estrategia a seguir en nuestras naciones. Cuando define que en la política, lo real es lo que no se ve y que es el arte de combinar, para el bienestar creciente interior, los factores diversos u opuestos de un país, y de salvar al país de la enemistad abierta o la amistad codiciosa de los demás pueblos, están presentes argumentos pensados y expuestos teniendo en cuenta su vasta experiencia y conocimiento directo de los Estados Unidos y el significado de su amenaza permanente, realizando un retrato fiel de su composición y estructura, al haber sido criado en la esperanza de su dominación continental; en el ansia de mercados de sus industrias pletóricas y en la ocasión de imponer a naciones lejanas y a vecinos débiles su protectorado, como característica de su ambición política, rapaz y atrevida.
En ello encuentra razones suficientes para mirar, desde la independencia real no alcanzada aun, el peligro de la dominación de un pueblo que mira con codicia a los pueblos menores. Con visión íntegra precisó que si dos naciones no tienen intereses comunes no pueden juntarse, porque «si se juntan chocan». Quedan pendientes hoy las advertencias martianas cuando llamaba a inquirir sobre cuáles eran las fuerzas políticas del país que convidaba y los intereses de los partidos y de sus hombres, además de insistir en la necesidad de indagar e investigar a qué unión nos convocaban, porque de lo contrario haría mal a América en seguirlos.
Dentro de ese contexto, algunos de los postulados expuestos por el Che en sus escritos y discursos en torno a la forma clara y precisa de abordar el tema de la soberanía y cuyos ejes esenciales estaban conformados por la obtención de la soberanía política primero y la independencia económica después, representan ópticas de significados y propósitos idénticos, más allá de circunstancias y coyunturas concretas que las particularizan.
La visión esclarecedora que sostuvo el Che al analizar la expansión del capitalismo y del imperialismo como su línea central dentro de una relación específica de un poder político diseñado para ello y, donde lo social y lo político intervienen en toda su contradicción, por ser expresión intrínseca del imperialismo como fenómeno histórico, se conjuga con lo advertido por Martí.
La interrelación de ambas visiones deviene paradigmática, porque forman parte de dimensiones similares, unidas en análisis complementarios, capaces de demostrar la validez de un pensamiento y una práctica revolucionarias que partieran de un análisis crítico del imperialismo combinado con un involucramiento activo en lo personal, con la presencia muy propia de combinar la práctica política con la ética en un compromiso que los distinguió en toda su trayectoria.
Con mirada actual, la expresión martiana de que lo primero en política es aclarar, prever y alertar a América sobre el vecino rapaz y ambicioso en la batalla que se preparan a librar con el resto del mundo, se une la centralidad del Che de destacar la interrelación entre imperialismo y revolución, el papel de la acción humana para enfrentar el fenómeno imperialista y la profundización de las desigualdades , que de manera constante mina la capacidad de las naciones para actuar, porque como dijera Martí «sobre serpientes, ¿quién levanta pueblos?»iv
La batalla advertida por Martí muy a tiempo y de innegable solidez y vigencia, fue asumida en su momento por el Che dentro de un camino más complejo y violento, que lo llevan a una lucha directa para enfrentar esa fuerza mayor que definiera en el «Mensaje a la Tricontinental»: «Toda nuestra acción es un grito de guerra contra el imperialismo y un clamor por la unidad de los pueblos contra el gran enemigo del género humano: los Estados Unidos de Norteamérica»v y que solo con la conjunción de fuerzas sociales y políticas unidas se podrá alcanzar un pleno proceso de liberación humana.
- Imperialismo y revolución: presencia en los paradigmas emancipatorios de América Latina
Es sabido que las acciones y percepciones acerca de cómo obtener caminos comunes y dignos obedecen, en ocasiones, a circunstancias y coyunturas muy particulares, de no poca importancia en cualquier análisis que se necesite hacer para interpretar o juzgar una etapa o período de la historia, lo que sin dudas representa una singularidad pero también contribuye a una profundización de fenómenos que por su relieve e importancia pertenecen al todo imaginario de nuestras culturas y a los modos de abordar nuestras realidades y posibles soluciones.
Pasado los años, hemos transitado por un bicentenario independentista, expresión de luces y sombras, pero singularmente conformado por caminos similares aunque no idénticos en sus particularidades. Se observan alternativas diversas no solo en los modos de repensar nuestra realidad, sino sobre todo en los modos de accionar con la misma, incluyendo las que por diferentes modos, circunstancias y maneras no se avienen o no corresponden a los momentos actuales. Aun cuando el binomio imperialismo-revolución pase por gradaciones y manera de asumirlo, lo real es que se mantienen como un par indivisible aunque los tiempos obliguen a replantear su comportamiento, centrado esencialmente en los nuevos paradigmas en los que intervengan con un sentido más participativo, de igualdad, solidaridad y pleno cambio con su pleno sentido revolucionario, si en verdad deseamos hacer realidad el precepto martiano expresado en «Nuestra América» de: «…injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas…»vii
En la raíz de nuestros paradigmas, y como exigencia mayor, se erige como un monolito el llamado de Martí en ese prédica permanente por hacer de nuestras repúblicas un todo indivisible para su propia defensa y desarrollo, la presencia de Bolívar: «…así está en el cielo de América, vigilante y ceñudo, sentado aún en la roca de crear, con el inca al lado y el haz de banderas a los pies; así está él calzadas aún las botas de campaña, porque lo que él no dejó hecho, sin hacer está hoy; porque Bolívar tiene que hacer en América todavía…»viii
Esa voluntad de hacer está aun por conquistar porque a través de la independencia real es que se logra «el equilibrio del mundo». Ese equilibrio del mundo invocado por Martí es una sentencia vital en nuestros tiempos de nuevo siglo y nuevo milenio, cuando se habla de un mundo global, pero excluible para la mayoría y que nos conmina a un análisis reflexivo que permita acercarnos, de modo inobjetable, a lo expuesto por el Che en múltiples análisis, cuando articuló una visión transformadora revolucionaria, popular y orgánica a la vez, de lo nacional, incluyendo, además, su carácter internacionalista y solidario.
Para el Che su teoría revolucionaria del cambio social y su estrategia política se sustenta en el principio de alcanzar un proyecto de liberación nacional socialista, donde se destaca el aspecto activo de la política en su carácter emancipatorio y liberador de la fuerza hegemónica del poder centrado en el imperialismo norteamericano. Tanto Martí como el Che pudieron analizar la esencia de los centros de poder del capitalismo, para el primero, los análisis que en su tiempo realizara sobre esas proyecciones, expuestas en sus escritos sobre la Conferencia Monetaria efectuada en Nueva York en 1889, y para el Che sus tesis tercermundistas, sobresalen por su extraordinaria capacidad analítica y su extraordinaria visión de futuro, las que mantienen la esencia de sus fundamentos.
La dimensión teórica y práctica de esas tesis del Che permiten acentuar, en los movimientos populares, la búsqueda en la revolución de un proceso de emancipación de los individuos como una estrategia válida para cualquier movimiento socialista. Es por ello, que tanto en Martí como en el Che sobresalen sus orientaciones acerca de la lucha contra las desigualdades y dependencias entre las naciones, como consecuencia de la hegemonía instrumentada en el mundo por poderes omnímodos, con predominio de un profundo contenido moral capaz de rescatar un pasado común y la recuperación histórica entre la cultura y la política en la obtención de un poder global para todos, con un desarrollo que trace como objetivo el poder avanzar por un camino propio y crear un modelo integral de solidaridad y ética para todos.
En el caso de América la proyección martiana queda como tesis pendiente a alcanzar y como guía señera para la acción : «¿A dónde va la América, y quien la junta y la guía? Sola, y como un pueblo, se levanta. Sola pelea. Vencerá sola.»ix
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