Se habla de la crisis del euro, de Europa. Pero la verdad es más cruda y más terrible: estamos en guerra. Una guerra, huelga decirlo, que recata su nombre, pero que versa, como es de todos conocido, sobre la deuda. Pues, en efecto, en una Europa forjada precisamente para poner fin a los conflictos fratricidas del siglo XX, asistimos paradójicamente al enfrentamiento brutal entre acreedores y deudores. Los deudores son los contribuyentes, es decir, a fin de cuentas, los ciudadanos. Los acreedores son los bancos, las aseguradoras, los fondos de pensiones, y tras ellos, los ahorradores. Sobre los campos de batalla que son los mercados truenan los tambores de los representantes de los acreedores, como las agencias de calificación financiera, Moody’s, Standard&Poor’s y Fitch, cuyo único papel es el de repetir a los ciudadanos: tenéis que pagar, intereses y capital, hasta el ultimo céntimo, si no, quebraréis. Las sumas son enormes: 350 mil millones de euros para Grecia, pero 1,6 billones para Italia, lo mismo que Francia.
Para hacernos una idea de la potencia de los instrumentos de mercado de que disponen los acreedores, tomemos el ejemplo del servicio de la deuda de Francia. Significa actualmente 50 mil millones de euros anuales. Cincuenta mil millones que son renta para rentistas. Si las agencias degradan la calificación de Francia, no tardarán –un año, dos, a lo sumo— en representar 60 mil millones anuales. Tendríamos, entonces, que pagar más por la deuda que por la educación nacional…
El ataque de los acreedores ha comenzado por el eslabón más débil, Grecia; luego se ha extendido a Irlanda, a Portugal, a España, y ahora, a Italia, a la espera tal vez de Francia o de Bélgica. En todos los casos se ha juzgado a los gobiernos con un solo criterio: ¿aporta su política la garantía absoluta de la devolución de los empréstitos? Que las clases medias del continente europeo estén apabulladas por el desempleo, que la austeridad generalizada signifique todavía más desempleo y todavía más déficits, que el volumen de las deudas (85% del PIB de media; 150% para Grecia; 126% para Italia) constituya un obstáculo mayor para el crecimiento, nada de eso importa. Tampoco importa mucho saber que una gran parte de las deudas públicas son consecuencia de las locuras de un sector privado especulativo.
Frente a esta voracidad de los rentistas, los gobiernos de la eurozona, lejos de aliarse para imponer las leyes de la solidaridad y de la democracia, se dividen, tergiversan y se pasan unos a otros la patata caliente.
Del otro lado del Atlántico, en Washington, otra versión de este conflicto enfrenta a Demócratas y Republicanos. Los Demócratas quieren que la extraordinaria factura de la crisis —¡1,43 billones de dólares!— la pague por lo pronto la ínfima minoría, que, durante los años del auge, se ha hecho con el 40% del crecimiento del país, suprimiendo sus exorbitantes privilegios fiscales. Los Republicanos, y singularmente los extremistas del Tea Party, exigen en cambio que sean los pobres y los viejos los que paguen, reduciendo los seguros de enfermedad y las pensiones de vejez. En Norteamérica, los archirricos se enfrentan a los pobres; en Europa, los rentistas atacan a los ciudadanos.
Lo cierto es que Barack Obama, Angela Merkel, Nicolas Sarkozy, Jean-Claude Trichet y Jose Manuel Barroso están frente al mismo dilema: en esta casi guerra civil de la deuda, tienen que elegir claramente en qué campo combaten: en el de la gran mayoría o en el de las minorías privilegiadas. Si recuperan el sentido del interés general, encontrarán los medios para imponer nuevas reglas, como la prohibición de la especulación con la deuda soberana, una distribución equitativa y económicamente sostenible de la carga del endeudamiento, una política de crecimiento sostenido, etc. Y es precisamente este punto fundamental de la acción política el que podría acarrear la explosión de la moneda única. Si no hay una inmediata respuesta conjunta, creando, por ejemplo, una deuda común europea –un presupuesto común, pues—, lo que los jefes de Estado harán será retrotraer la solución a la escala nacional. Cada país debería encontrar, por sí sólo, un equilibrio entre acreedores y deudores, entre rentistas y poder público. El euro se abismaría, no porque Europa padezca un funcionamiento demasiado complicado (lo que es verdad, dicho sea de paso), sino porque carece de proyecto político.
Hervé Nathan es un reconocido analista financiero francés que escribe regularmente en el diario de la izquierda republicana francesa Marianne2.
Traducción para www.sinpermiso.info: Roc F. Nyerro
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