32 años después de la victoria guerrillera de 1979, el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) ratificó electoralmente su permanencia en el Gobierno de Nicaragua este primer domingo de noviembre.
Entre entonces y ahora, el país centroamericano vivió un camino sinuoso lleno de zigzags políticos. Once años de Gobierno revolucionario. La inesperada derrota electoral de 1990 resultado de la guerra de agresión. Diecisiete años de sucesivos gobiernos neoliberales de derecha con retrocesos sociales evidentes. Desde inicios del 2007, la vuelta del FSLN al Gobierno por la vía electoral. Y ahora, la confirmación del actual presidente Daniel Ortega que seguirá gobernando el próximo lustro.
A pesar de críticas virulentas de la oposición de derecha -dividida en cuatro alianzas- basadas en el argumento de la “inconstitucionalidad” de la reelección de Ortega, la ciudadanía dio su veredicto. Que fue contundente: los datos preliminares del Consejo Supremo Electoral otorgan más del 66 % de los votos al sandinismo. La alianza derechista de liberales y sandinistas disidentes no llegarían al 25 %.
Premiando con otro mandato una gestión política basada, entre otros, en abundantes proyectos sociales; la vuelta a un sistema de educación y salud gratuitas; el esfuerzo creciente por redistribuir la riqueza en medio de crecimiento económico sostenido; el fin de la profunda crisis energética casi permanente que padecía el país; la apuesta a una integración latinoamericana progresista y autónoma.
El sandinismo ganó en elecciones altamente participativas y transparentes. Una fiesta cívica verificada por miles de “acompañantes” (observadores) electorales europeos, latinoamericanos, redes sociales etc.
A la hora de la victoria contundente; al momento mismo del festejo popular que la celebra en todo el país; sin embargo, no faltan desafiantes temáticas presentes y futuras.
En primer lugar, el viraje que representa que Nicaragua haya abolido, el derecho histórico al aborto terapéutico. Precio caro de una nueva alianza reconstruida ya hace algunos años con las iglesias, principalmente con la jerarquía católica romana.
En segundo lugar, el nuevo discurso profundamente religioso, casi carismático, del Presidente Ortega y su entorno. Tratando de superar su marxismo de antaño, para diseñar una nueva Nicaragua “cristiana, socialista y solidaria”, como lo expresa la principal consigna electoral del FSLN.
En tercer lugar, la necesaria preparación de un relevo, asignatura pendiente de la dirigencia sandinista. Daniel Ortega concluirá este nuevo mandato en 2016, con 71 años. En un país donde predominan generacionalmente los jóvenes de menos de 25 años y en una dinámica democrática que necesita nuevos rostros.
Estas cuestiones abiertas no menosprecian el impacto de esta abrumadora victoria electoral sandinista. De un FSLN que supo ganar el poder con las armas en 1979. Que no escondió a nadie su transformación posterior de guerrilla en partido electoral. Que supo aceptar y digerir la derrota en 1990. Que con madura dignidad asumió su rol de oposición entre esa fecha y el 2006. Y que hoy, revitalizado por su programa social y plebiscitado por la gran mayoría de la ciudadanía nicaragüense, merece seguir gobernando.
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