Negociación de paz y el cuento chino de la “democracia”
asediada
Ya se aproxima el 15 de Noviembre,
fecha en la cual se abordará en Cuba el primer punto en la agenda de negociación
de paz entre las FARC-EP y el gobierno de Santos, relativo al desarrollo
agrario, discusión de un complejo problema que está en el corazón del conflicto
colombiano. Hay que reconocer que las negociaciones comenzaron con el pie
izquierdo. No por las posiciones opuestas expuestas en la conferencia de prensa;
si las partes en conflicto estuvieran de acuerdo no estarían negociando una
salida a la Guerra. Es natural que las partes tengan posiciones antagónicas. Lo
que realmente preocupa es el escaso (si no nulo) compromiso del gobierno con la
solución política al conflicto y su nulo respeto por visiones de país distintas
a la suya. No solamente el discurso del comandante guerrillero Iván
Márquez fue prácticamente silenciado por los grandes medios colombianos;
cualquier referencia a él (sin ahondar en su contenido) lo describía como
“dogmático e ideológico” [1] , solamente
por reconocer verdades que, si bien incómodas, están en la base del conflicto,
como ser la violencia que emana del actual modelo económico y político. Además,
el jefe de la comisión negociadora del gobierno, Humberto De la Calle, replicaba
furibundo que: "queremos un proceso eficaz, rápido y fluido, si no es así, el
Gobierno ha dicho que no es rehén de este proceso" [2] .
Más tarde agregaba que “ni el modelo económico, ni la doctrina militar ni la inversión extranjera están en discusión. La mesa se limitará sólo a los temas que están en la agenda . Las ideas que quieran ventilar las Farc les corresponden y una vez acabe el conflicto tendrán que hacerlo sin armas (…) Las Farc una vez depongan las armas, una vez se firme el acuerdo final que termina el conflicto, hará política como organización. Pero esa no es la materia de discusión de esta mesa ” [3] .
Sin lugar a dudas que hay mucho de cuestionable en las palabras de De la Calle. Ni el modelo económico es un tema ajeno a la agenda pactada (cuyo primer tema, el desarrollo rural, tiene múltiples implicancias para el modelo económico), ni es pertinente la utilización de un lenguaje amenazante, menos cuando el proceso recién comienza. Pero hay un aspecto que nos parece fundamentalmente grave, porque es una mantra que ha sido machacada incesantemente desde los medios oficiales y desde el gobierno, a la vez que ha sido asumido por la izquierda servil al régimen: la premisa es que las ideas políticas de la insurgencia solamente serán válidas cuando se desmovilicen y cuando las expresen mediante los mecanismos de democracia representativa existentes. Creemos importante someter esta premisa a un examen crítico, porque está ampliamente extendida y porque representa, precisamente, un importante límite ideológico para encontrar caminos de superación del conflicto social y armado.
El error fundamental de este juicio de Humberto de la Calle, es que él asume (y esa es la trampa del discurso del régimen) que en Colombia la democracia funciona y es representativa. En esa premisa básica se revela la continuidad ideológica del uribismo al santismo, siendo éste último una versión más refinada, sofisticada, realista, menos visceral, del primero. Básicamente, la tesis plantea que en Colombia, en realidad, no existe un conflicto social y armado -si lo reconocen es solamente por fines técnico-jurídicos que no alteran su política de fondo. En su opinión, lo que existe en Colombia es una democracia madura, funcional, representativa, la cual es asediada por “terroristas”. La existencia de la insurgencia, en realidad, no se explica por ningún problema de fondo, sino que sería una especie de aberración histórica que no hemos sabido resolver, y la cual altera la perfecta convivencia de los ciudadanos. Entonces, ¿hay algo más lógico que esos “terroristas” entreguen sus armas, se desmovilicen, acepten las reglas del juego democrático, tal cual existe, y entonces hagan sus propuestas políticas?
El problema es que en Colombia no existe la democracia, ni siquiera en el sentido más estrictamente formal (electoral) del término. En una democracia no se desaparece ni asesina a los opositores en las cantidades industriales que se dan en Colombia; no se desplaza, tampoco, a campesinos, afrocolombianos e indígenas que se cruzan en el camino del Capital multinacional; tampoco se destruye mediante la persecución, el terror y el homicidio el tejido social que construyen las organizaciones populares que sustentan proyectos de vida alternativos a los del actual modelo. Hay todo un espectro político de izquierda que fue sometido a un genocidio sin precedentes: me refiero a las experiencias de la Unión Patriótica, de A Luchar y del Frente Popular, entre otras. Habrá quien diga que eso ocurrió hace dos décadas, pero el espacio político que se cerró a sangre y fuego jamás volvió a abrirse. De esa manera, la única oposición aceptable es una sin vocación de transformación social profunda, mientras la hegemonía política se la reparte la rosca que lleva dos siglos en el poder. Mientras, toda clase de mafiosos, narcotraficantes y paramilitares, realizan su actividad política-electoral desde los partidos oficialistas sin ningún contratiempo. La parapolítica y el PIN están de testigos.
En Colombia persisten mecanismos oficiales y no oficiales de exclusión, los cuales se han heredado de la época del Frente Nacional, y se han perfeccionado bajo una apariencia de multipartidismo, en el cual existe un partido único de la oligarquía agrupado en la maltrecha Unidad Nacional. Mientras, lo poco que hay de oposición es mantenido a raya por la acción oficial de la Procuraduría y de jueces de bolsillo, por la persecución y demonización mediática, así como por el ojo omnipresente y vigilante de los escuadrones de la muerte para-oficiales.
Nada de lo que digo es nuevo. Todo esto es bien conocido y no es coincidencia que cada vez que surge un nuevo movimiento político que busca la transformación de la actual sociedad colombiana, la primera tarea de este movimiento, sea cual sea su denominación, es la de exigir que se respete la integridad física y la vida de sus miembros. Las declaraciones relativas a la supuesta “democracia” colombiana darían ganas de reírse si no fuera por la insondable tragedia humana de la guerra sucia.
Esto, para no mencionar que el pueblo colombiano tiene el derecho a cuestionar tanto la forma como el contenido del actual régimen o de su concepto de democracia, más aún cuando éste se sustenta en mecanismos de exclusión seculares y en la violencia como mecanismo de respuesta privilegiado a las demandas populares. Fueron esa violencia institucional así como esa exclusión, las que llevaron a un grupo de comunidades campesinas agredidas y asediadas a levantarse en armas [7] . Desde Marquetalia, el Pato, Guayabero y Riochiquito, la insurgencia ha logrado consolidar una importante base social de apoyo sobretodo en las zonas rurales de Colombia de la cual emana su legitimidad, tal cual lo discutimos en un artículo previo (“Representación Política, Legitimidad e Insurgencia” [8] ). En palabras del asesor especial del Ejército de los Estados Unidos, Ronald Archer, el poder real de la insurgencia radica en sus actividades políticas y su respaldo en las áreas rurales de Colombia [9] . Eso también lo sabe Humberto de la Calle, quien cuando aún era columnista de El Espectador hizo en Enero un llamado a arrebatar, mediante la acción militar, las bases campesinas a las FARC-EP, llamado abierto a profundizar la guerra, las violaciones contra las comunidades y a violentar la herida abierta de más de medio siglo [10] .
Si somos serios en la necesidad de encontrar caminos para superar la guerra de raíz, debemos reconocer que el momento de la negociación es precisamente el momento de dar los debates políticos sobre proyectos de país que han sido bloqueados a sangre y fuego desde el poder por décadas. Este es el espacio que debe abrir al examen crítico la arquitectura republicana para re pensar un país diferente, que supere las condiciones estructurales del conflicto.
De la Calle debe definir si el equipo que él lidera quiere superar las causas estructurales del conflicto o si quiere una mera desmovilización. Si su opción es la mera desmovilización, el proceso de paz no tiene mucho futuro. Si su apuesta es por un diálogo político que permita abordar las causas del conflicto que no es sólo armado sino ante todo social, entonces no se explica semejante alboroto como el que montó en Oslo. Será importante que, cuando lleguen a La Habana para las negociaciones, en poco más de una semana, entiendan que el primer punto que tendrán que debatir, el tema agrario, es un punto que no puede disociarse de la discusión del actual modelo económico. Debate que, por cierto, involucra a todo el pueblo colombiano y no sólo a las élites que lo han definido a su antojo y según su más mezquino interés durante dos siglos de vida republicana.
Más tarde agregaba que “ni el modelo económico, ni la doctrina militar ni la inversión extranjera están en discusión. La mesa se limitará sólo a los temas que están en la agenda . Las ideas que quieran ventilar las Farc les corresponden y una vez acabe el conflicto tendrán que hacerlo sin armas (…) Las Farc una vez depongan las armas, una vez se firme el acuerdo final que termina el conflicto, hará política como organización. Pero esa no es la materia de discusión de esta mesa ” [3] .
Sin lugar a dudas que hay mucho de cuestionable en las palabras de De la Calle. Ni el modelo económico es un tema ajeno a la agenda pactada (cuyo primer tema, el desarrollo rural, tiene múltiples implicancias para el modelo económico), ni es pertinente la utilización de un lenguaje amenazante, menos cuando el proceso recién comienza. Pero hay un aspecto que nos parece fundamentalmente grave, porque es una mantra que ha sido machacada incesantemente desde los medios oficiales y desde el gobierno, a la vez que ha sido asumido por la izquierda servil al régimen: la premisa es que las ideas políticas de la insurgencia solamente serán válidas cuando se desmovilicen y cuando las expresen mediante los mecanismos de democracia representativa existentes. Creemos importante someter esta premisa a un examen crítico, porque está ampliamente extendida y porque representa, precisamente, un importante límite ideológico para encontrar caminos de superación del conflicto social y armado.
El error fundamental de este juicio de Humberto de la Calle, es que él asume (y esa es la trampa del discurso del régimen) que en Colombia la democracia funciona y es representativa. En esa premisa básica se revela la continuidad ideológica del uribismo al santismo, siendo éste último una versión más refinada, sofisticada, realista, menos visceral, del primero. Básicamente, la tesis plantea que en Colombia, en realidad, no existe un conflicto social y armado -si lo reconocen es solamente por fines técnico-jurídicos que no alteran su política de fondo. En su opinión, lo que existe en Colombia es una democracia madura, funcional, representativa, la cual es asediada por “terroristas”. La existencia de la insurgencia, en realidad, no se explica por ningún problema de fondo, sino que sería una especie de aberración histórica que no hemos sabido resolver, y la cual altera la perfecta convivencia de los ciudadanos. Entonces, ¿hay algo más lógico que esos “terroristas” entreguen sus armas, se desmovilicen, acepten las reglas del juego democrático, tal cual existe, y entonces hagan sus propuestas políticas?
El problema es que en Colombia no existe la democracia, ni siquiera en el sentido más estrictamente formal (electoral) del término. En una democracia no se desaparece ni asesina a los opositores en las cantidades industriales que se dan en Colombia; no se desplaza, tampoco, a campesinos, afrocolombianos e indígenas que se cruzan en el camino del Capital multinacional; tampoco se destruye mediante la persecución, el terror y el homicidio el tejido social que construyen las organizaciones populares que sustentan proyectos de vida alternativos a los del actual modelo. Hay todo un espectro político de izquierda que fue sometido a un genocidio sin precedentes: me refiero a las experiencias de la Unión Patriótica, de A Luchar y del Frente Popular, entre otras. Habrá quien diga que eso ocurrió hace dos décadas, pero el espacio político que se cerró a sangre y fuego jamás volvió a abrirse. De esa manera, la única oposición aceptable es una sin vocación de transformación social profunda, mientras la hegemonía política se la reparte la rosca que lleva dos siglos en el poder. Mientras, toda clase de mafiosos, narcotraficantes y paramilitares, realizan su actividad política-electoral desde los partidos oficialistas sin ningún contratiempo. La parapolítica y el PIN están de testigos.
En Colombia persisten mecanismos oficiales y no oficiales de exclusión, los cuales se han heredado de la época del Frente Nacional, y se han perfeccionado bajo una apariencia de multipartidismo, en el cual existe un partido único de la oligarquía agrupado en la maltrecha Unidad Nacional. Mientras, lo poco que hay de oposición es mantenido a raya por la acción oficial de la Procuraduría y de jueces de bolsillo, por la persecución y demonización mediática, así como por el ojo omnipresente y vigilante de los escuadrones de la muerte para-oficiales.
Nada de lo que digo es nuevo. Todo esto es bien conocido y no es coincidencia que cada vez que surge un nuevo movimiento político que busca la transformación de la actual sociedad colombiana, la primera tarea de este movimiento, sea cual sea su denominación, es la de exigir que se respete la integridad física y la vida de sus miembros. Las declaraciones relativas a la supuesta “democracia” colombiana darían ganas de reírse si no fuera por la insondable tragedia humana de la guerra sucia.
Esto, para no mencionar que el pueblo colombiano tiene el derecho a cuestionar tanto la forma como el contenido del actual régimen o de su concepto de democracia, más aún cuando éste se sustenta en mecanismos de exclusión seculares y en la violencia como mecanismo de respuesta privilegiado a las demandas populares. Fueron esa violencia institucional así como esa exclusión, las que llevaron a un grupo de comunidades campesinas agredidas y asediadas a levantarse en armas [7] . Desde Marquetalia, el Pato, Guayabero y Riochiquito, la insurgencia ha logrado consolidar una importante base social de apoyo sobretodo en las zonas rurales de Colombia de la cual emana su legitimidad, tal cual lo discutimos en un artículo previo (“Representación Política, Legitimidad e Insurgencia” [8] ). En palabras del asesor especial del Ejército de los Estados Unidos, Ronald Archer, el poder real de la insurgencia radica en sus actividades políticas y su respaldo en las áreas rurales de Colombia [9] . Eso también lo sabe Humberto de la Calle, quien cuando aún era columnista de El Espectador hizo en Enero un llamado a arrebatar, mediante la acción militar, las bases campesinas a las FARC-EP, llamado abierto a profundizar la guerra, las violaciones contra las comunidades y a violentar la herida abierta de más de medio siglo [10] .
Si somos serios en la necesidad de encontrar caminos para superar la guerra de raíz, debemos reconocer que el momento de la negociación es precisamente el momento de dar los debates políticos sobre proyectos de país que han sido bloqueados a sangre y fuego desde el poder por décadas. Este es el espacio que debe abrir al examen crítico la arquitectura republicana para re pensar un país diferente, que supere las condiciones estructurales del conflicto.
De la Calle debe definir si el equipo que él lidera quiere superar las causas estructurales del conflicto o si quiere una mera desmovilización. Si su opción es la mera desmovilización, el proceso de paz no tiene mucho futuro. Si su apuesta es por un diálogo político que permita abordar las causas del conflicto que no es sólo armado sino ante todo social, entonces no se explica semejante alboroto como el que montó en Oslo. Será importante que, cuando lleguen a La Habana para las negociaciones, en poco más de una semana, entiendan que el primer punto que tendrán que debatir, el tema agrario, es un punto que no puede disociarse de la discusión del actual modelo económico. Debate que, por cierto, involucra a todo el pueblo colombiano y no sólo a las élites que lo han definido a su antojo y según su más mezquino interés durante dos siglos de vida republicana.
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