Tensión en los mares de China
El Viejo Topo
La geografía siempre ha determinado una parte del horizonte y del destino de los
grandes países de la tierra. En este siglo XXI, el constante fortalecimiento
chino es asumido como inevitable por la mayor parte del mundo, y se ha
convertido en la principal preocupación estratégica de Estados Unidos. Entre los
numerosos aspectos donde se dirime la rivalidad de las dos principales potencias
mundiales, que van desde su peso económico y sus recursos hasta su fuerza
militar, destaca, por su importancia, el acceso y control de las rutas
comerciales y la capacidad de cada país para entorpecer el desarrollo de su
rival. Esa cuestión está unida también al abastecimiento de hidrocarburos, a la
capacidad para exportar y abrir nuevos mercados, al mantenimiento de la
estabilidad política en muchas zonas sensibles y al diseño de una estrategia
militar que, para Estados Unidos, se centra en el llamado “retorno a Asia”
(véase “Asia, en el año del dragón”, El viejo topo, marzo 2012, y en
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=147803)
y en una poco disimulada ansiedad por dificultar el ascenso chino. Así, Estados
Unidos tiene costas a dos grandes océanos, extensas fachadas marítimas y un
fácil acceso a todas las rutas comerciales, tanto en el Atlántico como en el
Pacífico. China, en cambio, aunque cuenta con otras ventajas, no dispone de una
fachada marítima semejante, y su parte más oriental está bañada por tres mares
menores, aunque no desdeñables; tiene, además, una mayor dificultad para el
acceso a los mares abiertos y a las aguas internaciones por la presencia de
numerosos países en su frente marítimo, y posibles riesgos por la red de
tratados militares que unen a países de la zona con Estados Unidos.
Por eso, no es ninguna casualidad que algunas de las disputas históricas (que
datan a veces del siglo XIX) por el dominio de islas y territorios en la fachada
marítima china se estén reactivando. El pasado mes de abril, durante la cumbre
de la ASEAN (los países del sudeste asiático) celebrada en Phnom Penh, el
presidente de Filipinas, Benigno Aquino, propuso que la organización adoptase un
acuerdo global sobre las disputas en el Mar de la China Meridional antes de
negociar con Pekín. Su objetivo, según sus palabras, era llegar a acuerdos que
acabasen con las diferencias entre los países ribereños. Sin embargo, tras su
iniciativa se escondía el esforzado trabajo de la diplomacia norteamericana que,
desde hace meses, ha boicoteado la pretensión de Pekín de negociar
bilateralmente las disputas mientras Washington se postulaba como “mediador”,
función que le permitiría desempeñar un papel protagonista en una de las áreas
económicas más importantes del mundo, además de estar presente en todas las
negociaciones y aumentar su influencia en el sudeste asiático. La ASEAN está
formada por Brunéi, Camboya, Filipinas, Indonesia, Laos, Malasia, Myanmar,
Singapur, Thailandia y Vietnam, y acoge a China como país observador. La
cuestión es muy relevante: el Mar de la China Meridional abarca un área
notablemente mayor que el Mar Mediterráneo, y se ha convertido en uno de los
mares de mayor tránsito comercial del mundo. La postura oficial adoptada por la
organización es que los problemas deben discutirse entre los países implicados,
lo que dificulta la intervención norteamericana directa. Para contrariedad de
Washington, sólo dos países, Filipinas y Vietnam, se han mostrado receptivos a
sus pretensiones y dispuestos a enfrentarse diplomáticamente a China.
¿Cuáles son los problemas? En el fondo, se discute la soberanía sobre amplias
zonas marinas, con las riquezas que contienen, y, además, el control de las
rutas marítimas. Filipinas ha reclamado la soberanía sobre las islas Huangyan,
donde barcos pesqueros chinos sufrieron el acoso de patrulleras militares
filipinas a finales del pasado mes de abril. Se trata de un grupo de pequeñas
islas que son reclamadas también por China y Taiwán. Además, las islas
Paracelso, controladas por China, son reclamadas también por Taiwán y por
Vietnam. Finalmente, se encuentran las Spratly, casi un centenar de pequeñas
islas, que son reclamadas por Taiwán, China, Malasia, Filipinas y Vietnam, e
incluso Brunéi pretender extender su soberanía sobre algunos arrecifes. La
cuestión no es secundaria si se repara en que la zona económica alrededor del
archipiélago Spratly abarca un área de más de setecientos mil kilómetros
cuadrados, con el acceso a la posible riqueza pesquera y submarina que supondría
su posesión. En ese mismo mes de agosto donde afloraron de nuevo, con mayor
crudeza, las reclamaciones, la diplomacia china consiguió que Indonesia, Brunéi
y Malasia se acercaran a sus posiciones, insistiendo en la negociación entre las
partes al tiempo que alertaban veladamente sobre la pretensión norteamericana de
intervenir en esas negociaciones.
Pero esa no es la única zona donde chocan las reclamaciones de distintos
países. Fuera del área del Mar de la China Meridional, aunque muy cerca de
Taiwán, se encuentra otro foco de conflicto, potencialmente muy peligroso.
También en agosto, se inició la crisis sobre las islas Diaoyu (o Senkaku para
Japón), cercanas a Okinawa, donde Tokio permite la existencia de una de las
principales bases militares norteamericanas. Las islas, históricamente chinas,
estaban bajo control de Estados Unidos al término de la Segunda Guerra Mundial,
y, con arreglo a los tratados que cerraron la guerra, deberían haber sido
devueltas a China, aunque en 1972 fueron transferidas a Japón. Estados Unidos
defiende la soberanía japonesa, aunque Pekín no ha dejado nunca de reclamar su
derecho sobre ellas. Taiwán apoya a Pekín en la reclamación de la soberanía
china, aunque, en su caso, como es lógico, para la República de China, como se
denomina oficialmente Taiwán. La crisis ha hecho que China y Taiwán acerquen
posturas, unidas en la reclamación ante Japón, y el reelegido presidente
taiwanés, Ma Ying-Jeou, presidente del viejo Kuomintang, no ha dudado en enviar
barcos a las islas Diaoyu-Senkaku para apoyar su reclamación.
El estallido de la crisis tuvo un sorprendente remate: a principios de
septiembre de 2012, la iniciativa del gobernador de Tokio (Shintarō Ishihara, un
notorio anticomunista y racista que, además, niega la evidencia histórica de las
escalofriantes matanzas que protagonizó el fascismo japonés en China) para
comprar tres de las islas Diaoyu-Senkaku a sus propietarios privados japoneses,
conseguía, de facto, la anexión de las islas a su territorio nacional. A nadie
se le escapaba que una decisión de esa trascendencia encendería de inmediato las
alarmas en Pekín, y que no podía darse sin el acuerdo del gobierno japonés, y,
tras él, de Washington. Shintarō Ishihara es un ultraderechista inclinado a la
provocación y el aventurerismo, pero su iniciativa hubiera podido detenerse por
el primer ministro, Yoshihiko Noda, de no mediar una calculada apuesta por
presionar a China, negando con los hechos la apuesta para desactivar las
disputas que oficialmente defienden Tokio y Washington.
La decisión japonesa fue la chispa que hizo estallar multitudinarias
protestas contra Japón en numerosas ciudades chinas, donde el sentimiento
antijaponés sigue siendo muy importante: no debe olvidarse que durante la
Segunda Guerra Mundial la acción del gobierno fascista japonés que ocupó buena
parte de China fue tan sanguinaria y criminal como la ocupación nazi en Europa,
agresión que incluyó la construcción de campos de la muerte, la realización de
experimentos médicos con prisioneros chinos, la esclavitud de miles de mujeres
destinadas a la prostitución en campos japoneses, la utilización de armas
químicas y la planificación de monstruosas matanzas como la de Nankín. La
invasión japonesa de China llevó a la muerte a veinte millones de chinos, por lo
que no debe extrañar la gran sensibilidad china con esa cuestión, que tanto
Tokio como Washington conocen perfectamente.
Las protestas también se sucedieron en Japón, llevando el conflicto a un
peligroso punto de fricción. El 22 de septiembre se celebró en Tokio una
multitudinaria manifestación contra China, impulsada por sectores nacionalistas
y derechistas, mientras el primer ministro japonés, Yoshihiko Noda, pretendía,
en la práctica, revisar los acuerdos de postguerra por el procedimiento de negar
los derechos chinos sobre las islas y de acusar a Pekín de que su reclamación
tiene como objetivo apoderarse de los hipotéticos yacimientos de hidrocarburos
en la zona… fingiendo que Tokio actúa sin interés alguno. De hecho, la
reclamación china es justa, porque, conforme a lo que estipulaba la Conferencia
de El Cairo (celebrada en 1943, donde participaron Roosevelt, Churchill y Chiang
Kai-shek, para abordar la postura común ante Japón) y los acuerdos posteriores
de Postdam, se limitaba la soberanía japonesa a las cuatro grandes islas del
archipiélago nipón y a otras menores que se determinasen después, aunque, en el
clima posterior de la guerra fría, Estados Unidos transfirió
unilateralmente las islas Diaoyu-Senkaku al Japón derrotado que había convertido
a la fuerza en su aliado. Por eso, basándose en los acuerdos que cerraron la
Segunda Guerra Mundial, el ministro de Asuntos Exteriores chino, Yang Jiechi,
planteó en la 67 sesión de la Asamblea General de las Naciones Unidas la
posición de su país, abierta a negociaciones con Tokio, pero firme en la defensa
de la soberanía china sobre las islas.
Es obvio que la nueva reactivación de conflictos en las cercanías de China no
es casual: obedece a la nueva orientación de la política exterior
norteamericana, definida por Obama como el “retorno a Asia”. Después de atizar
los enfrentamientos, con consumada hipocresía, Leon Panetta, secretario de
Defensa norteamericano, declaraba durante su visita a Tokio, en septiembre, que
su país “estaba preocupado por la disputa entre Japón y China”, mientras
proclamaba la supuesta neutralidad de su país en el conflicto,
postulándose así como mediador y protagonista en la zona. Tampoco es casual que
sean fieles aliados de Washington, como Japón o Filipinas, ambos con importantes
bases militares norteamericanas, quienes hayan reactivado las querellas
marítimas. La actitud de Vietnam, que ha apoyado la visión de Manila y de Tokio,
obedece tanto a su interés por mejorar sus relaciones económicas y políticas con
Estados Unidos, como a su desconfianza histórica hacia China, pese a mantener
ambos gobiernos la misma posición ideológica.
Las nuevas tensiones no tienen que ver sólo con las aspiraciones de varios
países por el dominio de algunas islas: hay que recordar que la Convención de
las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar establece en 200 millas marinas
(unos 370 kilómetros), entre aguas territoriales y “zona económica exclusiva”,
la extensión marítima que puede controlar un Estado, y ese criterio se aplica
también a las áreas que rodean a las islas. Está también relacionado con la
explotación de los recursos marinos, pesqueros y del subsuelo, con el control de
las rutas marítimas, y, en el caso de China, con la pretensión norteamericana de
contener el potencial chino en su fachada marítima, a través de su red de
Estados clientes y alianzas militares. China, pese a su enorme extensión, sólo
dispone de costas a tres mares: el Mar Amarillo, el Mar de la China Oriental, y
el Mar de la China Meridional: juntos conforman un área de unos cuatro millones
y medio de kilómetros cuadrados, que bañan costas e islas de catorce países que
se reparten la jurisdicción marítima y disputan en distintas áreas, por lo que
la posesión de islas e islotes cobra gran importancia estratégica. China aparece
rodeada por aguas territoriales de muchos países, y dispone de una “zona
económica exclusiva” en los mares de su fachada marítima que no llega a un
millón de kilómetros cuadrados. Japón, en cambio, domina una extensión marina
cinco veces mayor. Además, Washington posee Guam (la mayor de las islas
Marianas, conseguida tras la guerra de 1898 con España), mientras el resto de
las Marianas forman un “Estado libre asociado” con Estados Unidos, que también
mantiene lazos de asociación con Palau. Esa presencia norteamericana, de enorme
importancia política y militar, se proyecta sobre la fachada marítima china y es
utilizada para contener en lo posible la expansión de la marina comercial china
más allá de sus aguas territoriales. Utilizando un doble lenguaje, Washington,
que en los foros de la ASEAN viene insistiendo en la “libertad de navegación” en
el Mar de la China Meridional, pretende limitar el acceso de China a los mares
abiertos y las aguas internacionales a través de esa red de alianzas militares
con países de la zona (sobre todo, con Japón, Corea del Sur y Filipinas),
dificultando el aumento de las rutas marítimas utilizadas por los chinos en su
comercio exterior.
A Washington no se le escapa que la existencia de potenciales focos de crisis
en las proximidades de China crea un escenario de inestabilidad que puede
limitar el ascenso chino, forzando a Pekín a dedicar parte de sus energías y
recursos a estas cuestiones. Los puntos de fricción son relevantes: en Corea, la
cuestión nuclear en el Norte, y las bases militares norteamericanas en el Sur,
que se une a la inexistencia de un tratado de paz que liquide por fin la guerra
de 1950; en Japón, los litigios históricos y territoriales con China; en Taiwán,
el velado apoyo norteamericano a la independencia; por no hablar de la
intromisión estadounidense en Tíbet y Xinjiang patrocinando los movimientos
secesionistas. Sin olvidar que el nuevo despliegue militar norteamericano en
Asia, y el desarrollo de los componentes del “escudo antimisiles” en Asia tienen
un preciso objetivo en el diseño estratégico norteamericano para contener a
Pekín y limitar el fortalecimiento de su papel en el mundo. Ya funcionan
instalaciones del escudo en Aomori, en el norte de Japón, y el secretario de
Defensa norteamericano, Leon Panetta, firmó en Tokio, a mediados de septiembre
la instalación de un nuevo radar en una isla del sur del archipiélago nipón, al
que se añadirá un tercer radar que Washington tiene previsto instalar
próximamente en Filipinas. Si en el “escudo” europeo la excusa para su
desarrollo es Irán y el verdadero objetivo Rusia; en Asia, la excusa es la
supuesta amenaza de Corea del Norte, pero el objetivo evidente es China.
El nacionalismo japonés asiste con suma preocupación al desarrollo del poder
chino, y Tokio se encuentra prisionero entre sus deseos de aumentar los
intercambios comerciales con China y su resquemor ante el fortalecimiento
económico y político de su viejo rival. Las heridas de la Segunda Guerra Mundial
no se han cerrado, y aunque China insiste en una política de buena vecindad no
piensa por ello callar ante gestos que califica de provocación, como los honores
que sigue concediendo el gobierno nipón a la memoria de los criminales de guerra
japoneses enterrados en el santuario de Yasukuni, entre los que se encuentra
Hideki Tōjō, el general que fue uno de los principales jefes militares que
comandaron la invasión de China y que, después, dirigió el gobierno japonés
durante la guerra. Esa actitud del Japón sería impensable en Europa: la sola
idea de que cualquier gobierno alemán rindiese honores a la memoria de los
principales criminales nazis, como Göring o Himmler, resalta la poco honorable
política de Tokio, que sigue sin hacer frente a su responsabilidad en la Segunda
Guerra Mundial, a su pasado militarista y fascista, y al hecho de que su país es
responsable de que veinte millones de chinos murieran en la guerra. Es
destacable también que Japón tenga diferencias y enfrentamientos con todos los
países de su entorno: mantiene la disputa por las Kuriles con Rusia, diferencias
con Corea del Sur por las islas Dokdo (un grupo de islotes en el Mar del Japón o
Mar del Este, que Tokio denomina Takeshima y que reclama, y que, en un gesto
revelador, fueron visitadas por el presidente surcoreano, Lee Myung Bak, este
verano), además del pleito con China.
Tokio está colaborando con la diplomacia norteamericana para reactivar las
tensiones en la zona, pero el interés estratégico de China y Japón reside en la
profundización de los lazos económicos, con unos intercambios que, hoy, alcanzan
los 350.000 millones de dólares, y Pekín, pese a las protestas que se sucedieron
en muchas ciudades chinas, busca solucionar el conflicto, o, al menos,
hibernarlo, a la espera del momento que permita una solución negociada. El nuevo
papel de China en el mundo, que va acompañado de una mayor presencia diplomática
y política en muchas zonas del planeta, alimenta las alarmas norteamericanas,
pero la apuesta de Pekín por su desarrollo económico y por una política con
relación a sus vecinos y a Estados Unidos basada en el “mutuo beneficio” busca
rebajar la tensión, porque es evidente para el gobierno chino que las disputas
sobre islas y territorios en Asia, y el estallido de crisis como la de
Diaoyu-Senkaku, sólo tienen un beneficiario: Estados Unidos.
Sobre la Conferencia de El Cairo, véanse los archivos del Departamento
de Estado norteamericano:
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