Para salvar el momento presente
Lo distinto de la tiranía global de
hoy es que no tiene rostro. No es el Führer, ni Stalin ni un Cortés. Sus
maniobras varían según cada continente y sus maneras se modifican de acuerdo a
la historia local, pero su tendencia panorámica es la misma: una circularidad.
La división entre los pobres y los relativamente ricos se convierte en un
abismo. Las restricciones y las recomendaciones tradicionales se vuelven añicos.
El consumismo consume todo cuestionamiento. El pasado se vuelve obsoleto. En
consecuencia la gente pierde su individualidad, su sentido de identidad y
entonces se afianza y busca un enemigo para poder definirse a sí misma. El
enemigo –no importa la denominación religiosa o étnica– se encuentra siempre
también entre los pobres. Aquí es donde el círculo es vicioso.
En lo económico, junto con la riqueza el sistema produce más y más pobreza,
más y más familias sin techo, mientras que simultáneamente promueve en lo
político ideologías que articulan y justifican la exclusión y la eventual
eliminación de las hordas de los nuevos pobres. Es este nuevo círculo
político-económico lo que hoy alienta la constante capacidad humana para
infligir crueldades que arrasan la imaginación humana.
“Anoche llamó una amiga desde Vadodara. Llorando. Le tomó 15 minutos poderme
decir lo que le pasaba. No era muy complicado. Era sólo que una amiga de ella,
Sayeeda, había sido atrapada por una muchedumbre. Era sólo que le habían abierto
el vientre y se lo habían retacado con trapos ardientes. Era sólo que tras su
muerte alguien le marcó en la frente un OM (la firma sagrada de los hindúes)”.
Éstas fueron las palabras de Arundhati Roy para describir la masacre de miles
de musulmanes a manos de fanáticos hindúes en Gujarat, durante la primavera de
2002.
Escribimos, confesó alguna vez, en los resquicios de muros que alguna vez
tuvieron ventanas. Y la gente que todavía tiene ventanas, a veces no puede
entender.
Vayamos al lugar de los hechos, observemos, investiguemos, informemos,
rescribamos, escribamos una versión final; se publica, mucha gente la lee
–aunque uno nunca sepa qué es lo ancho o lo angosto–, nos volvemos escritores
controversiales, con frecuencia amenazados, pero también apoyados, que
escribimos de la suerte de millones de personas, mujeres, hombres, niños; se nos
acusa de arrogancia, seguimos escribiendo, develamos y detallamos más proyectos
de los poderosos que conducen a tragedias más inmensas y evitables; hacemos
notas, cruzamos y recruzamos el continente, somos testigos de la desesperación
evidente, continuamos publicando, debaten con nosotros una y otra y otra vez,
mes tras mes, y los meses se convierten en años. Pienso en ti, Arundhati. Y no
obstante lo que advertimos y contra lo que protestamos sigue incesante sin que
nadie le ponga freno. Continúa irresistible. Continúa como si estuviera envuelto
por un silencio permisivo nunca roto. Continúa como si nadie nunca hubiera
escrito una sola palabra. Entonces nos preguntamos: ¿cuentan las palabras?, y
alguna vez puede regresarnos una respuesta como ésta: las palabras aquí son como
las piedras que les ponen a los prisioneros amarrados antes de ser arrojados a
un río.
Analicémoslo: toda profunda manifestación política es un llamado a una
justicia ausente, y la acompaña una esperanza de que en el futuro tal justicia
quede establecida. Sin embargo, la esperanza no es la razón primera de que se
efectúe la manifestación. La gente protesta porque no hacerlo es demasiado
humillante, demasiado aplastante, demasiado letal. La gente protesta (monta una
barricada, toma las armas, se va a la huelga de hambre, se toma de las manos
para gritar o escribe) con el fin de salvar el momento presente, sin importar lo
que traiga el futuro.
Protestar es negarnos a ser reducidos a cero y a que se nos imponga el
silencio. Por tanto, en cada momento que alguien hace una protesta, por hacerla,
se logra una pequeña victoria. El momento, aunque transcurra como cualquier otro
momento, adquiere un cierto carácter indeleble. Se va y sin embargo dejó impresa
su huella. Lo principal de una protesta no es que sea un sacrificio efectuado en
pos de un futuro alternativo más justo. Lo principal es una redención del
presente –algo que parecería no tener consecuencias, es decir, una acción que
parece inconsecuente [sin lógica, desconectada del futuro, irrelevante]. El
problema es cómo vivir una y otra vez con la supuesta ausencia de consecuencias,
con lo inconsecuente.
La cuestión aquí, en realidad, replica Arundhati, es: ¿qué hemos hecho con la
democracia, ¿en qué la convertimos?, ¿que ocurre con una democracia desgastada
por completo cuando se le ha vaciado de contenido hasta hacerla hueca?, ¿qué
ocurre cuando cada de sus instituciones hizo metástasis y formó algo peligroso?;
¿qué ocurre ahora que la democracia y el libre comercio se han fundido en un
solo organismo predatorio con una imaginación tan constreñida y flaca que gira
casi en su totalidad alrededor de la idea de la maximización de las ganancias?
¿Será posible revertir este proceso? ¿Puede algo que ya mutó regresar a ser lo
que alguna vez fue?
¿Cómo vivir con lo inconsecuente? El adjetivo es temporal. Tal vez una
respuesta posible y adecuada es que es espacial. Y entonces de lo que se trata
es de acercarnos y acercarnos a aquello que se redime del presente (al interior
de los corazones de quienes se niegan a aceptar la lógica de ese presente). En
ocasiones, un narrador puede lograr esto mismo.
En una historia la negativa de quienes protestan se vuelve un grito salvaje,
la rabia, el humor, la iluminación de las mujeres, hombres y niños. Las
narraciones son otro modo de volver indeleble un momento, porque cuando las
historias son escuchadas se interrumpe el flujo unilineal del tiempo y que algo
no tenga consecuencias pierde totalmente su sentido.
Antes de ser asesinado en el Gulag, Osip Mandelstam dijo eso precisamente:
Para Dante, el tiempo es el contenido de la historia que uno siente en un solo
acto sincrónico. Y de un modo inverso, el propósito de la historia es mantener
junto el tiempo, para que todos seamos hermanos y compañeros en la misma
búsqueda y en la misma conquista del tiempo.
Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2012/05/26/opinion/020a1mun
Traducción: Ramón Vera Herrera
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