JJOO: Falso dilema olímpico
El deporte y la política
APAS
El Comité Olímpico Internacional se alarma si sospecha que la política puede mezclarse con el deporte. Pero tolera como si fuese un hecho ajeno a ese recelo que el Reino Unido custodie estos Juegos con armamento suficiente para librar una guerra de baja intensidad. El sábado 21 de julio, en conferencia de prensa convocada en Londres, sede de los Juegos Olímpicos ya en desarrollo, el presidente del Comité Olímpico Internacional, el belga Jacques Rogge, hizo pública su satisfacción porque la presidenta Cristina Fernández manifestó su criterio de que el objetivo de los atletas argentinos sería el de competir sólo en términos deportivos. Para el dirigente pareció así zanjarse un entredicho fomentado por Gran Bretaña, acerca de una supuesta provocación política que habría causado la difusión de un spot publicitario sobre la preparación física de un deportista argentino que participaría de los juegos.
El video contenía imágenes de la ejercitación de este atleta en territorio de Malvinas, hasta concluir con la frase: “Para competir en suelo inglés, entrenamos en suelo argentino”. Vale decir, se ponía en tela de juicio la intención de un legítimo recurso diplomático para reivindicar la soberanía de las islas en disputa, a raíz de la circunstancial realización de los Juegos Olímpicos en territorio británico. De ahí en más todas las suspicacias sobre el eventual comportamiento extra deportivo del contingente nacional -durante las pruebas en Londres- correría por cuenta exclusiva de los organizadores de ese certamen ecuménico.
Como el actual gobierno ha dado muestras de que la soberanía se ejercita permanentemente, la presidenta aprovechó la oportunidad de retomar el controvertido asunto cuando recibió en la Casa Rosada a la delegación de deportistas que ahora nos representa. Dijo Cristina Fernández esa vez: “Que nadie se enoje por una publicidad que a mí me pareció divina… Están esperando que hagamos cualquier tontería, pero nosotros no mezclamos las cosas… No necesitamos hacer ninguna cosa que entorpezca los juegos”. Y remató: “Nuestros derechos los defendemos en los foros que corresponden”.
Perdura en la dirigencia olímpica el cinismo de negar el inherente carácter político del deporte, aun con las dos caracterizaciones que son propias de la política: el ejercicio de la interrelación humana en sociedad, y también como instrumento ineludible del propósito de modificar las cosas. En ambos casos le cabe el sayo al deporte: porque al entrañar una competencia implica la necesidad del vínculo humano, y sobre todo porque es una de las actividades que procura con mayor ahínco la transformación de quienes lo practican. Por lo tanto al deporte no se lo puede apartar de la política: es una actividad política en sí mismo.
Cuando la presidenta advierte que “no mezclamos las cosas”, significa también que no se puede mezclar política y deporte porque integran una misma cosa, aunque dependiendo, claro está, de la valoración que se haga en tiempo y forma de ambos componentes. Diplomacia y soberanía, en cambio, son manifestaciones diversas de la actividad política, aunque no vinculadas siempre y necesariamente a lo deportivo.
El antropólogo holandés Johan Huizinga, en su obra Homo ludens de 1938, demuestra que la inclinación al juego (lo lúdico) es irracional, por eso se trata de un fenómeno anterior al hombre, ya que los animales también juegan. Ahora bien, cuando el ser humano desarrolla el deporte -en tanto que es una competencia algo más compleja que el juego-, lo que hace es humanizar el juego, es decir, le incorpora cultura, la capacidad humana de transformar el cosmos. Desde su mismo origen el deporte es una actividad política por donde se la examine.
Los Juegos Olímpicos de la antigüedad se disputaron por más de mil años en la ciudad de Olimpia, hasta que un emperador romano decidió prohibirlos definitivamente hacia fines del siglo IV después de Cristo. En los tiempos de esplendor –la era de Pericles, por ejemplo- concitaba la atracción de infinidad de pueblos esparcidos desde la península ibérica hasta la actual Turquía asiática. Su importancia en la Europa y Asia Menor de entonces era de tal magnitud que para su pleno desarrollo -cada cuatro años- se establecía la llamada “tregua sagrada”, o sea, todos los pueblos que enviaban a sus atletas debían suspender durante ese lapso cualquier conflicto bélico que estuvieren librando. No cabe duda, pues, que la realización de aquellos juegos también poseía un convincente sentido político.
El deporte es una actividad política como otras tantas que realiza el hombre. Esa intrínseca condición queda expuesta con el repaso del origen de la actividad deportiva moderna, y sobre todo cuando se reflexiona sobre los motivos que impulsaron al barón Pierre de Coubertin para restaurar la cultura olímpica hacia 1894. En el libro El fútbol como ideología, Gerhard Vinnai sostiene que las primeras competencias internacionales tuvieron lugar en las postrimerías del siglo XIX, época en la que prevalecía el nacionalismo imperialista. Esos juegos se relacionaban con la nostalgia de un arreglo limpio y pacífico entre los pueblos, pero a la vez expresaban una porfía entre países diferenciados por su nacionalidad. Durante las competencias deportivas –al igual que hoy- se exacerbaban los ánimos mediante la entonación de himnos patrios y la profusión de banderas nacionales; todo lo cual permite que los pueblos representados por sus atletas sientan como si en realidad fuesen ellos mismos los que confrontan.
Vinnai explica que uno de los factores que influyó en el barón de Coubertin para impulsar la restauración de los Juegos Olímpicos, fue la débil condición física de sus compatriotas, que habría sido la causa de la humillante derrota de Francia en la guerra franco-prusiana de 1871. También lo impresionaba las clases de atletismo de los colegios masculinos ingleses, porque siendo él un pedagogo valoraba la importancia que se le daba al deporte en un país rival del suyo dentro del programa educativo.
En fin, Vinnai trata de revelar que en la obra y el pensamiento del barón de Coubertin –presidente del COI desde 1894 hasta 1925- aparece una suerte de contradicción entre pacifismo-nacionalismo. Por un lado, restauraría un festival deportivo de la paz de significación universal; pero a la vez no creía que pudiera superarse el antagonismo entre estados nacionales. Según Vinnai, Coubertin era un convencido militarista porque entendía que el placer de la lucha estaba arraigado en la naturaleza humana. En otras palabras, hizo política promoviendo la contienda deportiva. El psicoanálisis podría agregar que sublimó a través del deporte su guerrero fervor por la lucha.
De hecho, como frustrado organizador de los Juegos Olímpicos de 1916, comprobó que a diferencia de lo que ocurría en su amada Grecia clásica, la Primera Guerra Mundial -mejor conocida como la Gran Guerra Europea- impidió que esos juegos se disputasen. Es decir, se anuló la “tregua sagrada” ante el avance arrollador de los nacionalismos imperiales. Habrá meditado entonces que nada es inocente en política, porque siempre existe el peligro de que el deporte sea utilizado con fines subalternos. No otra cosa efectuó la dictadura argentina con el Mundial de Fútbol 1978.
En su libro Mi lucha, escrito y publicado en 1925 para difundir la ideología nazi, Hitler ya presagiaba: “Dense a la nación alemana seis millones de cuerpos intachablemente entrenados en el aspecto deportivo, todos ellos ardiendo de un amor fanático a la patria y educados en el más elevado espíritu agresivo y, de ser necesario, un Estado nacional los habrá convertido, en menos de dos años, en un ejército”. Como consecuencia inevitable, se produciría la realización de los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936 -al servicio de la flagrante ostentación nazi-, y la forzosa suspensión de los que debieron realizarse en 1940 y 1944, por la Segunda Guerra Mundial, cuando el terrible deseo hitleriano se convirtió en devastadora profecía autocumplida.
Cabe resaltar que –hace menos tiempo- como desmedida manifestación de antagonismo durante la Guerra Fría, tanto Estados Unidos como la ex Unión Soviética ejercieron sus influencias para que numerosos países de uno y otro lado boicoteasen los Juegos de 1980 en Moscú y de 1984 en Los Ángeles, respectivamente. En ambos casos el COI resultó completamente inoperante para evitar que las dos grandes potencias militares de la época malograsen la idealizada confraternidad deportiva.
En esta breve consideración acerca de que por necedad o hipocresía aún se pretenda negar la genuina índole política del deporte, resultó necesario acudir a citas y recuerdos extremos para ponderar ciertas contrariedades. Por eso resultó estimulante que el gobierno nacional difundiera en aquel momento el mencionado spot publicitario, como una oportuna variante de su ofensiva diplomática contra el contumaz colonialismo británico.
Y luego la presidenta no escatimó ante los deportistas referir su satisfacción por haber insertado dicha circunstancia deportiva en la acción diplomática. Sin embargo, en la misma despedida exhortó a nuestros atletas a mantenerse respetuosos de las normas olímpicas durante las competencias, pues ésa es la conducta mejor conducente al indeclinable fin político que se persigue.
Fuente original: http://www.apasdigital.org/apas/nota_completa.php?idnota=5628
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