La muerte de Andrés Taipe Chuquipuma en medio de la protesta campesina de Islay es una más en la larga lista de cuentas por pagar del Sr. Alan García, como las de los indígenas y policías en Bagua en 2009 o de los presos en cárceles de Lima en 1986.
La pancarta “Agro sí, minas no” no es un titular grande o pequeño en los diarios del país, tampoco fue un tema de discusión en el último espectáculo electoral del hotel Sheraton, pero sí es el grito de un coro de voces fuertes y decididas, de mujeres y hombres de todas las edades, que se oyen y ven en los noticieros de televisión, como gritos de la muchedumbre que no reciben la importancia debida porque en Perú parece normal que el presidente y los ministros del interior ordenen matar aunque luego se laven las manos atribuyendo la responsabilidad a los oficiales y policías de menor rango.
No es nuevo el grito “Agro sí, minas no”, viene de lejos en los Andes y en la Costa. En la Amazonía el equivalente podría resumirse en “Petróleo no, vida sí”. En las páginas de este diario (4 de abril 2011) Roger Rumrril acaba escribir “las aguas del poderoso río Marañón están contaminadas y no son aptas para el consumo humano, lo mismo que la fauna ictiológica. Las causas de esta contaminación mortal que ha envenenado los ríos Corrientes, Pastaza, Huasaga, Huitoyacu, Morona, Tigre y el Marañón son las aguas de formación, a 100 grados de temperatura y con altos contenidos de bario, cadmio, plomo, benceno, mercurio y arsénico que se extraen junto con el petróleo y que primero la Occidental Petroleum Company y ahora la Pluspetrol arrojan a los ríos en un promedio de 1 millón 400 mil barriles por día desde 1974”. Se trata de algo gravísimo y la cuestión es muy simple: petróleo o vida.
En Islay, el 90 % de la población no Acepta el proyecto Tía María de la Southern, defendido por el gobierno aprista como si fuera lo mejor. Un organismo de Naciones Unidas, UNOPS, tiene un centenar de objeciones sobre el impacto ambiental de ese proyecto. Los agricultores de Islay saben bien lo que les espera porque el daño ecológico producido por esa empresa en el sur del país es enorme, y no quieren que el agua deje de irrigar los campos para ser llevada y perdida en las minas. Los dueños de las grandes empresas mineras se llevan el mineral y las grandes ganancias, y dejan espacios muertos y vacíos fáciles de recordar en los espejos de La Oroya y Cerro de Pasco. Es cierto que con el 30% de impuestos que pagan las empresas los gobiernos hacen algunas obras. Es cierto que ofrecen algunos puestos de trabajo con salarios más altos, pero es mayor el daño que el beneficio. Y si se tuviera en el país una visión de largo plazo, ya debiéramos estar discutiendo si conviene más respetar las ganancias de las empresas petroleras, de gas y mineras o defender las fuentes de vida.
Las voces de los agricultores de Islay cubren el presente y el futuro, mientras el espectáculo político electoral se agota en el presente sin discutir las cuestiones de fondo.
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