Perú es un país inmensamente rico, habitado por una población que oficialmente ronda los 25 millones de personas, pero que está sin terminar de contar. Hay muchas comunidades campesinas en las que no se han hecho censos, porque los distintos gobiernos que sucedieron al último medianamente prometedor –el de Velasco Alvarado- no se han preocupado de dotar de documentos a la población. Después vino la guerra de Sendero.
Es lógico que no lo hayan hecho. El voto es obligatorio, y mientras más comuneros haya censados, menos manejables van a ser. Además, la misma política que llevó a cientos de miles de mujeres a las mesas de operaciones para ser esterilizadas contra su voluntad –con el inestimable apoyo de alguna ONG vinculada a la CIA- ha alejado a otras muchas de los registros civiles, y sus hijos no están censados. Pero de esto hablamos otro día.
La dictadura de Morales Bermúdez dio paso al gobierno pseudodemocrático de Fernando Belaúnde, que inició la guerra sucia contra Sendero Luminoso, uno de los grupos terroristas más feroces del siglo XX, y que sirvió también como pretexto para una de las represiones más brutales que ha conocido un continente tan castigado por dictadores y amos de dictadores.
El desastre Belaúnde dio paso, por la traición de Barrantes, al diluvio Alan García, que llevó la inflación y la pérdida de derechos de los trabajadores a niveles macondianos. La represión continuó y las masacres de los penales cuando la II Internacional se reunió en Lima, en 1986, apenas supusieron una leve reprimenda para un personaje al que sus paisanos terminaron apodando Caballo Loco sin sombra de respeto por el jefe indio.
Alan dio paso a un desastre todavía mayor. Un oscuro ingeniero agrónomo, que a duras penas se expresa en castellano –como buena parte de la población peruana, que habla quechua, aymara o cualquier otra de las más de cincuenta lenguas autóctonas- se alzó con un poder que ejerció de manera dictatorial, arbitraria y sanguinaria. La sorpresa que dio la Comisión de la Verdad que hizo Alejandro Toledo, a su caída, es que fue menos sanguinario que el de Belaúnde y menos corrupto que el de García. Pero esa también es otra historia, contada en las conclusiones de la Comisión de la Verdad para quien tenga la paciencia de leerla.
Fujimori está preso. Huyó vergonzosamente y dimitió por fax cuando se hizo insostenible el castillo que había montado con Montesinos y toda la mafia que había crecido a su alrededor. Japón alegó que era japonés para no extraditarlo, y sus documentos de identidad peruanos, los que afirmaban que había nacido el día de la fiesta nacional -28 de julio- eran falsos. Las copias que publicaron los periódicos mostraban una partida de nacimiento tachada con tippex y enmendada.
El ingeniero volvió cuando Alan García, que le debía la impunidad que le permitió recuperar la presidencia, se había asentado ya sobre los aparatos del poder. Su sorpresa fue que los jueces que lo procesaron también lo condenaron, a pesar de la presión que hizo su hija, junto con sus partidarios, en la calle y en los sectores del lumpen limeño, aliados casi incomprensibles del capitalismo más salvaje.
La bestia parda con la que se enfrentó Alan García fue Ollanta Humala. Se le presentó como militar con tendencias autoritarias, como populista, como asesino de campesinos pro-senderistas y como familiar de senderistas, todo a la vez, junto y revuelto. Ollanta es, efectivamente, un militar, hijo de una familia de pequeños propietarios de Cora Cora, capital de la provincia de Parinacochas, en la región de Ayacucho. Su primo Walter, excelente músico y cantautor, ha pasado varias veces por las cárceles de Fujimori y por el destierro por su militancia de izquierdas y su hermano Antauro está preso por su ideología y su práctica revolucionaria. El proceso que se siguió contra él por supuestos crímenes de guerra lo dio por inocente.
Pero en 2006 era muy peligroso sumar un dirigente de izquierdas a los entonces en el candelero sudamericano, y las multinacionales no iban a permitir semejante atrocidad contra sus intereses. Las elecciones no fueron fraudulentas, pero tampoco fueron un modelo de limpieza. Se sacaron a relucir todos los trapos sucios de un candidato, mientras se pasaba de puntillas sobre la hiperinflación de Alan García y se silenciaban cuidadosamente todos los muertos de los penales –terroristas, campesinos y pobres, al fin y al cabo- y todos los problemas del candidato del APRA relacionados con corrupción e incluso con trastornos mentales que se le achacan. La falta de estructura partidaria de los nacionalistas de Ollanta contribuyó en buena medida a que no pudiera ganar las elecciones.
Cinco años de segundo gobierno de Alan García han servido para colmar el vaso de la paciencia de muchos electores. Ollanta se vuelve a presentar, con tan poca estructura partidaria como entonces, pero con la lección bien aprendida. Hay que predicar moderación. En su ayuda ha venido que su principal contendiente es Keiko Fujimori, que ha hecho de la libertad de su padre una de las banderas de su campaña, y eso ha resultado excesivamente repugnante para personalidades como Mario Vargas Llosa, que recomendó votar por García aunque fuera con la nariz tapada, o Alejandro Toledo, que no quiere pasar a la Historia como el presidente que sucedió a Fujimori y apoyó a su hija. Otros, como Kuzinski, no han tenido tantos escrúpulos.
Puede resultar chocante para una mentalidad como la nuestra el que un personaje como Fujimori siga concentrando apoyos. Que los tenga entre las multinacionales o las distintas mafias, todavía. Pero que los tenga entre los sectores más desgraciados de la población de las ciudades, que además han sido desplazados de sus lugares de origen…
Tiene una explicación muy simple. El populismo. Fujimori creó varios organismos que alimentaban a una población sin recursos a la vez que les quitaba los recursos para poder ganarse la vida con la honradez y la decencia que proclamaban los antiguos incas con su lema de Ama llulla, ama suwa, ama kella, o, lo que es lo mismo, “no mientas, no robes, no seas ocioso”. Una población desmoralizada y dependiente sigue la voz de quien les da de comer, aunque les esté quitando con una mano lo bueno para darles bazofia con la otra. El miedo, el desplazamiento, la falta de recursos, la falta de documentos… hacen todo lo demás. Confiaban en Velasco Alvarado, y murió de una apendicitis de la manera más tonta. Confiaban en Belaúnde, y masacró a los campesinos. También confiaron en Barrantes y los entregó al APRA. Una traición tras otra en un pueblo que tiene tendencia al victimismo y al suicidio colectivo potencian la visión negativa y dificultan la búsqueda de salidas.
Afortunadamente, todo tiene un límite. Se ha abierto una puerta a la esperanza, y parece ser que Ollanta Humala está hecho de otra pasta. Si el nombre tiene alguna relación con la persona, se puede esperar de él que se comporte como el homónimo que da nombre a Ollantaytambo, la ciudadela que hay entre Cusco y Machu Picchu, y que defienda al pueblo. Por lo pronto, a los dueños de las minas se les ha puesto mala cara y ha caído la Bolsa de Lima. Puede que sea porque la puerta que se ha abierto haya removido el polvo asentado sobre los conflictos sociales que hay en marcha y haya despertado a un pueblo soñoliento que se ha acostumbrado a esperar no se sabe muy bien a qué mesías. Se abre un tiempo en el que hay que estar atentos, por si los cambios se confirman y el viejo pueblo orgulloso que vio nacer a Tupac Amaru renace de sus cenizas.
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