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Como se sabe, las agencias de calificación son empresas privadas encargadas de valorar la calidad de los títulos financieros, algo que realizan asignándole a cada título un valor que se sitúa dentro de una escala que puede tener hasta 16 grados diferentes. Tres agencias de calificación dominan el sistema financiero internacional, y las tres son estadounidenses: Standar&Poor’s, Moody’s y Fitch. Cada escala es diferente, aunque todas se parecen entre sí. En el caso de Standar&Poor’s el valor más alto es AAA, seguido de AA+, AA, AA-, A+, A-, BBB+, BBB, y así sucesivamente.
Las agencias de calificación son en principio necesarias porque realizan una tarea que de lo contrario tendría que realizar cada inversor particular de una forma mucho más costosa y lenta. El sistema funciona como sigue.
Cuando una empresa o Estado tiene la necesidad de financiarse para llevar a cabo su actividad puede emitir unos títulos financieros llamados bonos que comprarán otros agentes llamados inversores. El inversor compra los bonos y el Estado, que gracias a esa operación ya tiene el capital que buscaba, se compromete a devolver el nominal (el total del valor del bono) más unos intereses que son la remuneración del bono (1). Y esa remuneración es lo importante, ya que será más alta cuanto más arriesgada sea la operación. Es decir, si yo soy un inversor exigiré que me paguen más cuanto más me esté arriesgando o, lo que es lo mismo, cuantas más posibilidades existan de que no se me devuelva mi dinero y/o los intereses. ¿Y cómo sé yo, como inversor, cuán arriesgada es la operación? Pues hay dos formas generales de saberlo.
La primera opción es que podría hacer un análisis exhaustivo de la situación económica-financiera de la empresa o Estado que ha emitido los bonos, estimando yo mismo las posibilidades que tengo de volver a ver mi dinero y exigiendo la remuneración en consecuencia. O bien podría, como segunda opción, ver qué dicen los expertos sobre esa empresa o Estado y fiarme de su opinión. Y dado que las agencias son precisamente las que más información tienen (ya que se permiten hacer entrevistas personales a directivos, ver cuentas económicas internas y además cuentan con recursos más que suficientes) ellas son precisamente las que hacen ese trabajo. Y acaban sintetizando esa opinión en una simple nota dentro de su escala.
Dado que el mundo financiero es un mundo que opera bajo la lógica del corto plazo todos los inversores acaban otorgando a estas clasificaciones una importancia crucial. Un simple anuncio de una agencia de calificación puede hacer que los inversores huyan de un mercado provocando graves efectos sobre los emisores. Muchos fondos de pensiones privados, y otros fondos de inversión, tienen por ejemplo prohibido invertir en títulos financieros que no tengan máxima calificación. E incluso las normas de regulación de capital dependen de estas clasificaciones privadas, de la misma forma que los bancos centrales no prestan si no es con garantías con la máxima calificación.
Pero hay varios graves problemas asociados a este sistema.
El primero es que estas agencias de calificación son empresas privadas que funcionan bajo la lógica del beneficio, y sus beneficios provienen precisamente de las operaciones que realizan. Y entonces surge un conflicto de interés: las entidades emisoras contratan a la agencia que califica sus productos, lo que es el equivalente a poner al zorro a cuidar del corral. En efecto, puede suceder que las agencias exageren la calificación otorgada y consigan así satisfacer al cliente e incrementar los beneficios por comisiones.
El segundo es todavía más grave. En realidad es imposible en ciencias sociales estimar con certeza las posibilidades de incumplimiento de una entidad o individuo. En algunos casos por falta de información (como ocurrió con las hipotecas subprime, en las que las agencias tuvieron que calificar hipotecas de prestatarios a los que desconocían ampliamente y por lo tanto tuvieron que prácticamente inventarse los métodos de estimación de incumplimiento (2)), y en otros casos porque la economía es así de puñetera y no atiende a reglas exactas.
El trabajo de A. Vilariño, N. Alonso y D. Trillo (3) reafirma esta idea al reconocer que “el futuro económico está sometido a una incertidumbre radical sobre la cual no cabe establecer distribuciones de probabilidad y mucho menos juicios determinantes como los que elaboran las agencias”. O, dicho de otro modo, que por más información y recursos que tengan las agencias nunca podrán establecer mecanismos objetivos para calificar los títulos de los emisores. Se utilicen tantas matemáticas o estadística como se quiera.
Y para demostrarlo estos autores utilizan en su trabajo la propia información ofrecida por las agencias. Se supone que la calificación de estas agencias es ordinal, lo que quiere decir que las probabilidades de incumplimiento de una empresa AAA son menores que las de una empresa calificada como AA o como BB y sobre todo que CC. Para comprobar si los métodos son adecuados bastaría revisar a posteriori si eso ha sido históricamente así, es decir, estudiar la la frecuencia de incumplimiento asociada a cada escala y ver si hay consistencia.
Los resultados según los autores son “decepcionantes”. Utilizando los datos de Moody’s para el período 1983-2008 obtuvieron que la media de frecuencia de incumplimiento de las entidades AA3 fue del 0′11%. Bajando un escalón en la escala, a la A1, deberíamos encontrar una frecuencia mayor de incumplimiento pero… ¡resulta ser del 0′04%! Y todavía seguimos bajando una escala más, a la A2, y la frecuencia sigue disminuyendo hasta la 0′02%. Y luego, eso sí, ya el resto de escalones resultan ser consistentes.
Ello revela que los sistemas de calificación son, cuando menos, inexactos. Porque lo que debería esperarse es que las entidades calificadas con menores notas tuvieran mayores frecuencias de incumplimiento que las superiores. Cosa que no ocurre siempre. De hecho, ni siquiera ocurre de media. Hay años que incluso entidades con calificación A3 quiebran y el resto de entidades en tres o cuatro escalones por debajo no lo hacen.
Las implicaciones de estos problemas deberían hacer actuar a las autoridades para mitigar las consecuencias asociadas. En primer lugar podrían romper los conflictos de intereses a través de una extensiva regulación y de la creación de agencias públicas de calificación (que no actuarían movidas por el criterio de la rentabilidad). Y en segundo lugar podrían actuar para relajar la importancia de estas agencias de calificación y sus dictámenes.
Y es que a pesar de que estas agencias se justifiquen argumentando que sólo ofrecen opiniones, lo cual en realidad es cierto, su papel en la actualidad es vital en el sistema financiero. Un simple informe negativo sobre una empresa o país puede hacer que el coste del endeudamiento se encarezca (en el caso del Estado eso significa mayor deuda pública), lo que es sinónimo de un poder excesivo. Más aún cuando sabemos que no hay fundamentos científicos detrás de esas opiniones y que, en todo caso, lo único que está contrastado es que sí existen problemáticos conflictos de interés.
(1) En realidad estoy simplificando. Ni todos los títulos se llaman bonos ni todos los bonos se remuneran de la misma forma. Por ejemplo, si los intereses se van pagando periódicamente se dice que son bonos con cupones, y si los intereses se pagan al final junto con la devolución del nominal se dice que son cupón cero. Además esos títulos pueden comprarse y venderse en los llamados mercados secundarios.
(2) De hecho sabemos ahora que muchos de esos productos estructurados que contenían hipotecas subprime y que al final resultaron no valer nada de nada habían sido valorado con las máximas calificaciones.
(3) Vilariño, A. Alonso, N. y Trillo, D. (2010): “Los errores de las agencias de calificación y la propuesta de regulación bancaria del Comité de Basilea”.
http://www.agarzon.net/?p=776
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